Cuando vamos llevando nuestro exilio a cuestas por el mundo, nos es inevitable atribuirnos alguna Ítaca a la cual volver. Durante mis años de Puerto Rico y EE.UU., idealicé poéticamente el Miraflores que yo tanto recordaba de mis paseos a finales de los años noventa.
En esas época estudiaba en el Club de Teatro de Lima, en la primera cuadra de 28 de Julio, casi en la esquina con la calle Porta. Fue durante esos tiempos que mis lecturas de Hemingway me hicieron buscarme cafés parisinos imposibles para emular al gran narrador norteamericano. De tal modo, me iba bien a lo generation perdue a escribir poemas en mesas de vereda, mientras descubría las delicias del café negro bien cargado y sin azúcar, por favor.
Empecé a afincionarme a sentarme en las tardes antes de mis clases, y mirar a la gente pasar mientras armaba mis primeros versos en servilletas, facturas, o cualquier papelito que pudiera llevar conmigo. Hasta ese entonces no era muy afecto a las libretas. Siempre las extraviaba por ahí y por allá en juergas con amigos, o en el descuido del escritorio.
Luego, terminadas las sesiones teatrales, caminaba varias cuadras por esa ciudad que empezaba su ritmo nocturno. Era aficionado a observar cómo se transformaba la urbe de día de trabajo a noche de bohemia incipiente. A veces, caía en algún bar a tomarme un trago bien a lo Hemingway, nuevamente, y seguir escribiendo.
Era una soledad literaria en la que debutaba como observador del mundo en mis años adolescentes.
Esta costumbre se me quedó una vez me fui de Perú. En Puerto Rico quise hacer de las mismas, y me costó mucho trabajo y desengaño darme cuenta que el ritmo de esa isla caribeña era muy distinto. Probé cientos de cafetines, restaurantes, terrazas de mar, et cétera; pero jamás pude hallarme en esa esencia de pasajero pretenciosamente parisino.
En Jacksonville fue peor, ya que en esa ciudad era imposible ser peatón. Justamente lo hermoso de un café de vereda es poderse sentar en el anonimate de ver a la gente caminar en su nochalance de día de otoño, por ejemplo.
Al no tener este escenario, la nostalgia me hizo idealizar aquella Ítaca que encarné en Miraflores, sus calles, sus pequeños negocios, sus vericuetos, tantos recuerdos.
Cuando llegué a Montevideo, vi que esa ciudad oriental era demasiado parecida al Miraflores que yo mismo me había inventado. Así fue que me enamoré de aquella urbe tan pequeña, donde compuse pocos poemas en mis escasos tiempos libres de viajero.
Amé Montevideo como quien reconoce la esencia de aquello que nos enclaustra en sueños. Ahí se me convirtió en aquel rincón del mundo donde siempre quisiera regresar, como lo fue Miraflores. Se me confundieron ambas ciudades como si fueran barajadas en ese colectivo afectivo que llevo dentro.
A finales de 2006 regresé a Lima, y uno de mis primeros periplos fue a recorrer aquellas calles miraflorinas que tanto quise encarnar en la nostalgia aperogrullada de que todo tiempo pasado fue mejor.
Pero las Ítacas cambian, me dijo un gran amigo.
Y es cierto. Jamás pude volver al Miraflores que yo recuerdo, porque éste murió en el momento en que me fui de Lima, allá en 2001. Me di con la amarga noción de que aún vivía en una especie de exilio, en el cual ahora el tiempo tomó el lugar de la distancia.
Ya Miraflores no es la misma que fue hace ya más de diez años atrás. Lo que me consuela, sin embargo, es haberla podido conservar en instantáneas versificadas en poemarios bien sentidos. Mantengo aún las sensaciones frescas de mis paseos vespertinos, cuando el otoño era tan sólo una excusa para sentarse a disfrutar de las últimas fiestas del sol en el poniente, y calentar la noche con un café negro, bien cargado, y sin azúcar.
Pero aún me queda Montevideo, aquella ciudad tan de Miraflores, a la cual me debo regresar, como quien vuelve a esas Ítacas que nunca queremos que cambien.
En esas época estudiaba en el Club de Teatro de Lima, en la primera cuadra de 28 de Julio, casi en la esquina con la calle Porta. Fue durante esos tiempos que mis lecturas de Hemingway me hicieron buscarme cafés parisinos imposibles para emular al gran narrador norteamericano. De tal modo, me iba bien a lo generation perdue a escribir poemas en mesas de vereda, mientras descubría las delicias del café negro bien cargado y sin azúcar, por favor.
Empecé a afincionarme a sentarme en las tardes antes de mis clases, y mirar a la gente pasar mientras armaba mis primeros versos en servilletas, facturas, o cualquier papelito que pudiera llevar conmigo. Hasta ese entonces no era muy afecto a las libretas. Siempre las extraviaba por ahí y por allá en juergas con amigos, o en el descuido del escritorio.
Luego, terminadas las sesiones teatrales, caminaba varias cuadras por esa ciudad que empezaba su ritmo nocturno. Era aficionado a observar cómo se transformaba la urbe de día de trabajo a noche de bohemia incipiente. A veces, caía en algún bar a tomarme un trago bien a lo Hemingway, nuevamente, y seguir escribiendo.
Era una soledad literaria en la que debutaba como observador del mundo en mis años adolescentes.
Esta costumbre se me quedó una vez me fui de Perú. En Puerto Rico quise hacer de las mismas, y me costó mucho trabajo y desengaño darme cuenta que el ritmo de esa isla caribeña era muy distinto. Probé cientos de cafetines, restaurantes, terrazas de mar, et cétera; pero jamás pude hallarme en esa esencia de pasajero pretenciosamente parisino.
En Jacksonville fue peor, ya que en esa ciudad era imposible ser peatón. Justamente lo hermoso de un café de vereda es poderse sentar en el anonimate de ver a la gente caminar en su nochalance de día de otoño, por ejemplo.
Al no tener este escenario, la nostalgia me hizo idealizar aquella Ítaca que encarné en Miraflores, sus calles, sus pequeños negocios, sus vericuetos, tantos recuerdos.
Cuando llegué a Montevideo, vi que esa ciudad oriental era demasiado parecida al Miraflores que yo mismo me había inventado. Así fue que me enamoré de aquella urbe tan pequeña, donde compuse pocos poemas en mis escasos tiempos libres de viajero.
Amé Montevideo como quien reconoce la esencia de aquello que nos enclaustra en sueños. Ahí se me convirtió en aquel rincón del mundo donde siempre quisiera regresar, como lo fue Miraflores. Se me confundieron ambas ciudades como si fueran barajadas en ese colectivo afectivo que llevo dentro.
A finales de 2006 regresé a Lima, y uno de mis primeros periplos fue a recorrer aquellas calles miraflorinas que tanto quise encarnar en la nostalgia aperogrullada de que todo tiempo pasado fue mejor.
Pero las Ítacas cambian, me dijo un gran amigo.
Y es cierto. Jamás pude volver al Miraflores que yo recuerdo, porque éste murió en el momento en que me fui de Lima, allá en 2001. Me di con la amarga noción de que aún vivía en una especie de exilio, en el cual ahora el tiempo tomó el lugar de la distancia.
Ya Miraflores no es la misma que fue hace ya más de diez años atrás. Lo que me consuela, sin embargo, es haberla podido conservar en instantáneas versificadas en poemarios bien sentidos. Mantengo aún las sensaciones frescas de mis paseos vespertinos, cuando el otoño era tan sólo una excusa para sentarse a disfrutar de las últimas fiestas del sol en el poniente, y calentar la noche con un café negro, bien cargado, y sin azúcar.
Pero aún me queda Montevideo, aquella ciudad tan de Miraflores, a la cual me debo regresar, como quien vuelve a esas Ítacas que nunca queremos que cambien.
Lima, Perú
Agosto de 2010
Agosto de 2010
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