Hay ocasiones en que nos es difícil mantenernos consistentes con ciertos ideales y/o convicciones. En lo particular, alguna vez comenté que no me gustaba mucho ir a Starbucks por el mero hecho de que no existen meseros, que había que pedir en un mostrador mismo fast-food, y que las mezclas de bebidas a base de café son de una pretensión gourmet tan sólo demolidas por ser servidas en absurdos vasos de papel.
Asímismo, hace varios años atrás escribí en mis crónicas que uno tan sólo podría decir que ha conquistado una ciudad si es que se ha conseguido un bar adónde recalar, y una peluquería para volver siempre todos los meses.
En mi búsqueda incansable por Lima, hallé un bar fabuloso cerca de casa. Se llama Almendáriz, y es una cava, licorería, y bar gourmet. Los tragos son carísimos, y no tienen wireless. No obstante, algo le faltaba, y nunca pude echarle el diente.
Mientras tanto, me pongo a pensar acerca de éstos y otros misterios mientras trabajo en mi laptop, con mi botella de agua de soda con hielo en un Starbucks. Casi todos los días voy de tarde para sentarme en los sillones que dan ambiente de sala, ignoro los cafés y me refresco las horas de trabajo y redacción con mucho hielo y agua con gas.
Fue en uno de esos días que me di cuenta que en mi exilio sin extranjería había logrado adquirirme un "bar" al ser un cliente regular de Starbucks.
Debo admitir, no obstante, que aunque en tal lugar no sirvan bebidas alcohólicas, me gusta echarle su chorrito de whisky al hielo de mi agua, y así mi tarde la paso alegre hasta que se hace de noche. Para los demás clientes regularones, es probable que esté tomando algún tipo de iced tea. Todos somos felices, y el jazz de música de fondo me da la razón cuando me arrellano, comodísimo, en la imitación de sala que el mobiliario nos provee.
Las chicas baristas ya me conocen y me he vuelto conocido entre varios clientes asiduos. Puedo no quejarme.
Lo interesante del asunto, sin embargo, radica en que esta cadena de franquicias dedicada al café tiene la misma personalidad/decoración/imagen por donde se vaya. El milagro del Wi-Fi es un gran atractivo para mí, peatón cibernético y literario. Por ello me gusta caminar por la ciudad y recalar en cualquiera de estos clones de living room cuando quiero hacer como que trabajo en mis artículos.
Pero siempre regreso al Starbucks de cerca a mi despacho, donde sé que me hice de un rinconcito de bar entre tanta belleza prefabricada y aséptica. Al fin y al cabo, sirve para el mismo propósito que alguna vez tuvo el Transylvania en mi vida, allá en mis años de Puerto Rico. Nunca dejo de ser extravagantemente primitivo en mis gustos.
Asímismo, hace varios años atrás escribí en mis crónicas que uno tan sólo podría decir que ha conquistado una ciudad si es que se ha conseguido un bar adónde recalar, y una peluquería para volver siempre todos los meses.
En mi búsqueda incansable por Lima, hallé un bar fabuloso cerca de casa. Se llama Almendáriz, y es una cava, licorería, y bar gourmet. Los tragos son carísimos, y no tienen wireless. No obstante, algo le faltaba, y nunca pude echarle el diente.
Mientras tanto, me pongo a pensar acerca de éstos y otros misterios mientras trabajo en mi laptop, con mi botella de agua de soda con hielo en un Starbucks. Casi todos los días voy de tarde para sentarme en los sillones que dan ambiente de sala, ignoro los cafés y me refresco las horas de trabajo y redacción con mucho hielo y agua con gas.
Fue en uno de esos días que me di cuenta que en mi exilio sin extranjería había logrado adquirirme un "bar" al ser un cliente regular de Starbucks.
Debo admitir, no obstante, que aunque en tal lugar no sirvan bebidas alcohólicas, me gusta echarle su chorrito de whisky al hielo de mi agua, y así mi tarde la paso alegre hasta que se hace de noche. Para los demás clientes regularones, es probable que esté tomando algún tipo de iced tea. Todos somos felices, y el jazz de música de fondo me da la razón cuando me arrellano, comodísimo, en la imitación de sala que el mobiliario nos provee.
Las chicas baristas ya me conocen y me he vuelto conocido entre varios clientes asiduos. Puedo no quejarme.
Lo interesante del asunto, sin embargo, radica en que esta cadena de franquicias dedicada al café tiene la misma personalidad/decoración/imagen por donde se vaya. El milagro del Wi-Fi es un gran atractivo para mí, peatón cibernético y literario. Por ello me gusta caminar por la ciudad y recalar en cualquiera de estos clones de living room cuando quiero hacer como que trabajo en mis artículos.
Pero siempre regreso al Starbucks de cerca a mi despacho, donde sé que me hice de un rinconcito de bar entre tanta belleza prefabricada y aséptica. Al fin y al cabo, sirve para el mismo propósito que alguna vez tuvo el Transylvania en mi vida, allá en mis años de Puerto Rico. Nunca dejo de ser extravagantemente primitivo en mis gustos.
Lima, Perú
Agosto de 2010
Agosto de 2010
No hay comentarios.:
Publicar un comentario