La ciudad donde no fui feliz

Llegué a Jacksonville a mediados del año 2003. Mi único equipaje eran cuatro mudas de ropa en un maletín, trescientos dólares, y el número telefónico de mi primo. Eso era todo. El mío era un viaje estrictamente de avanzadilla inmigratoria, ya que la vida en Puerto Rico se nos estaba haciendo insostenible para mi esposa, mi hijo y yo. La crisis que nos trajo la reciente guerra en Irak, un fallido negocio mío, y las malas condiciones en los salarios hicieron que tomáramos tal dramática decisión.

Yo me adelanté primero, para apuntalar nuestra economía en cualquier trabajo bien remunerado que consiguiera. Luego me seguirían mi hijo y mi esposa. Ése era el plan.

Mi primo me alojó durante unas dos semanas en su apartamento, y en ese tiempo logré conseguir un trabajo de teleoperador telefónico en Citi. El ambiente laboral y el sueldo eran fenomenales, sin contar los beneficios, y la dotación ilimitada de café. Eran una receta para comenzar de nuevo una vida; esta vez de una manera mucho más eficiente.

A los dos meses llegaron Sandra y Manolín, y la vida se nos hizo de deudas, trabajo y más trabajo, y el buscar amoldarse a una cultura que no era la nuestra. Durante ese tiempo me la pasaba (d)escribiendo mi vida de extranjero en mis Crónicas del Exilio, que me servían como un consuelo a una carrera literaria que estaba dejando en un hiato. También escribí poemas, y junté manuscritos; pero el meollo del asunto era sobrevivir, y eso lo hacíamos como mejor pudimos.

A Sandra nunca terminó de sentarle bien la vida en los Estados Unidos. Mi hijo vivía descubriendo el mundo. Yo regresaba todos los días cansado y agobiado por recibir quejas y quejas de clientes iracundos en inglés y en español.

Aquella cultura de vivir para trabajar y trabajar para vivir hicieron tanta mella en nuestras vidas, que al año mi esposa y yo nos separamos, ella se regresó a Puerto Rico, y yo me quedé viviendo solo, en un apartamento hermosísimo y lleno de soledad. Por esos meses logré publicar dos libros de milagro, pero me sentía cansado de toda esa vida, y nunca supe por qué; hasta que viajé a Argentina y Uruguay.

Cuando regresé de ese bellísimo viaje de tres semanas, me di cuenta que realmente odiaba Jacksonville. Ni siquiera el haber descubierto el cigar bar de nombre Aromas me servía ya de consuelo. Bebía cervezas y fumaba habanos en conversaciones feroces y alegres entre estudiantes de leyes, pero no era feliz. Compraba y compraba vinos y libros, pero no era feliz. Publicaba artículos y empecé un contrato con una de mis obras, pero no era feliz.

Entonces, en 2005 decidí regresarme a Puerto Rico. Junté mis ahorros, rematé mis posesiones, empaqué lo poco que podía cargar, y me largué de ahí en una noche, conduciendo las seis horas hasta Fort Lauderdale, donde tomaría mi avión hacia San Juan.

Lo que pude concluir de mi aventura americana fue que aunque la felicidad atrae el dinero, el dinero no hace la felicidad. Me fui tan solo como cuando arribé. Aprendí mucho, gané un montón, y siempre sentiré que perdí mucho más. Aunque mi regreso a la isla me trajo un gran alivio, éste venía cargado del fantasma de una ciudad a la cual jamás llegué a entender por completo.

Lima, Perú
Agosto de 2010

1 comentario:

armadecasa.wordpress.com dijo...

Breve cronica de tu paso por esa ciudad que sin duda te robó cosas importantes, pero que tambien te regaló la conciencia a tu regreso. Me gustó, muy honesta. Un saludo.