Hasta que el meridiano pasó...

Hasta que el meridiano pasó
y constelada saliste.

Mientras cesó la música
cantabas.

Todo calló en el mundo;
tan irrepetible
como escucharte
tan mítica y divinidad
acariciando la letra más humana
en unas canciones de tus labios.

...y cuando acabó el canto
la melodía siguió flotando en tu mirada
en un rictus tan fresco
que mi sonrisa
quedó para tus ojos.


Lima, Perú
Mayo de 2007

Ausencia improgramada que se prolongó más de lo que hubiese querido

Han sido semanas en que no he publicado ninguna de mis crónicas. No tengo excusa.

No obstante, espero pronto regresar a mi regularidad de antes. Agradezco vuestra paciencia.


Lima, Perú
Setiembre de 2007

La hija de Dakar

Por petición de mis lectores (ustedes saben quiénes son), les presento un enlace para que escuchen Dakar Daughter, de Don Grusin. ¡Salut!

Ps. Hagan click derecho sobre el link, y luego seleccionen "guardar destino como..." (save as...); de lo contrario, no podrán bajar/oír la pieza.

Dakar Daughter

Pues ahí estábamos ella y yo en el auto, estacionados frente al mar, en uno de aquellos inenarrables atardeceres puertorriqueños. Tenía la laptop encendida, y estaba sonando Dakar Daughter de Don Grusin, aquella preciosa melodía tan cargada de imágenes nocturnas del desierto, de antorchas, de danzas furtivas, del olor de tierra húmeda del África septentrional, de orillas de mar lejano; tan de la Clara de mis poemas de 1996.

Ella enrollaba un cigarrillo de marihuana; yo me daba cuenta de que era la primera vez que se me cumplía exactamente aquella escena que tanto imaginé. Sí, sí; era en ese mismo instante que veía el mar, el poniente, lo maravilloso de estar en un confín del mundo mientras escuchábamos esa pieza de jazz contemporáneo.

Se lo hice saber a ella a borbotones que se entremezclaban de retazos de poemas y emoción.

-Voce não ta certo-, me dijo.

Aunque todo empezó en 1992, más o menos en octubre, si no me equivoco. Cayeron en mis manos algunos CDs: uno de los Rippingtons, otro de Don Grusin, y el último de Special EFX. Ahí descubrí el camino del desasosiego; ahí nació mi inquietud por los fantasmas.

Con el pasar de las canciones y los meses, fui internándome en vericuetos imaginarios, por donde iba siendo envuelto por tantas instrumentalizaciones. Así aprendí que Weekend in Monaco era un viaje desde Lima a través de una América festiva hacia los confines del Atlántico. Vi pasar rostros danzantes en una feria interminable con los trazos de un Colonial Empire. Caminé desolado en las playas de Where the Road Will Lead Us. También imaginé bosques extensísimos al oír Vienna y A Place for Lovers, una y otra vez.

No obstante, Dakar Daughter fue aquella melodía que le diera comienzo al mito de Clara en mi corazón.

No sé cómo iba siendo transportado a una playa nocturna, donde acababa el desierto y empezaba el mar. Era la oscuridad llena de estrellas y antorchas, y una mujer danzaba silenciosa. Sus pasos seguían el ritmo pequeño poético del piano. La mirada de ella… ella… ella… era como buscando una tierra lejana y perdida. Por momentos se detenía, volteaba a mirarme (mientras estaba sentado sobre la arena, contemplándola en mi embeleso), y jugaba a ser inalcanzable.

1996 fue el año en que más acuné a Clara en mis poemas, y con el tiempo la fui buscando como loco por todos lados.

Luego, me casé y la olvidé.

Pero, de pronto, en ese lugar del Caribe, en medio de la nada, apareció esa canción, y con ella, aquella escena del atardecer sin nocturnidad. Todas aquellas imágenes poéticas regresaron.

Cuando terminó la pieza, fumamos un poco de marihuana y bebimos una copita de brandy por los recuerdos. Ahí descubrí que la poesía nos persigue tanto como una dulce memoria; como la fragancia de todos los amaneceres juntos, que a veces olvidamos, son uno solo durante toda nuestra existencia.

Lima, Perú
Julio de 2007

Un viaje a Ate

Maju y yo hicimos un periplo cortísimo al distrito de Ate. Fue de noche. Sí, de noche.

Sucede que fuimos a ver a un reputado médico naturista cuyo consultorio queda ahí nomás. ¿Por qué visitamos a un naturópata? No lo sé. No me pregunten. No me acuerdo.

Lo que sí recuerdo fue la llegada, luego de un brevísimo viaje de veinte minutos en autobús público. Era en plena carretera central, llenecita de letrerazos de polladas bailables, conciertos de grupos folclóricos, ferreterías y locales que venden caldo de gallina.

Fue una experiencia a lo National Geographic.

Las calles eran semi-oscuras, por partes de tierra apisonada, por otras era de asfalto quebradizo, en donde andaban los inevitables mototaxistas. También estaban los puestitos de comida al paso, donde las condiciones de salud brillan siempre por su ausencia. Los alimentos cuestan; las enfermedades vienen gratis.

-¡Oye! Ahí venden cuatro cervezas a diez lucas-, exclamó una entusiasmada Maju.
-Ya sabemos adónde venir cuando estemos bajos de fondos.

Sí, a los bajos-fondos.

Claro que todo era en broma. Caminábamos por una terra incógnita donde nadie nos conocía, y donde éramos totalmente extraños. Se nos veía en la ropa. No, no éramos de allí. Ella con sus pantalones Fiorucci y yo con mi chaqueta Eddie Bauer.

-La próxima vez me das tiempo para cambiarme. ¿Sí?

Nosotros, al estar tan acostumbrados a irnos por Miraflores, San Isidro –yo por Condado, por Isla Verde, por Ponte Vedra, por San Marco-, Barranco, la Molina, el andar por esos lares nos pareció casi-casi como estar en una provincia.

Todo era tan improvisado, tan pobre, tan provisional, tan lleno de colorines chicha, que el miedo no se hizo de esperar.

-Todo esto para ir a ver a un naturista, ¿verdad?
-Ché, parece como si estuviésemos en una ciudad del sudeste de Asia.
-Vamos, que me da miedo. Tomémonos una gaseosa en alguna bodega.

Y nos sentamos en las mesas acostumbradas a la cerveza, y nos tomamos una Inka Kola bien comiéndonos un buen chancay de a veinte.

Teníamos una cita para las nueve de la noche, y eran las ocho y media. Nos pasamos la media hora bien sentaditos en la bodeguita, muertos de desconfianza y de frío, y contándonos chistes para pasar el rato. Hasta en la forma de hablar se notaba que éramos de otro lado. Así que hablamos bien bajito.

Mi primer recelo eran los grupos de hombres que se juntaban en las esquinas. Según los reportes que leía a diario, en esas zonas (como en todos los conos de la ciudad) suelen pulular los pandilleros, los delincuentes que asaltan a cargamontón.

Pero no pasó nada.

Terminamos nuestra bebida, pagamos y nos fuimos hacia nuestra británica puntualidad de llegar a la hora convenida al consultorio.

A la salida fue otro cantar. Estuvimos un poco más acostumbrados a la zona, y caminamos con mayor gracia y soltura hacia el paradero donde tomaríamos el bus que nos rescate de nuestra experiencia que ni el Travel Channel.

Anthony Bourdain era un chancay de a veinte a comparación de nosotros.

Lo más interesante de todo es aquella naturalidad con la que asumimos esa otra realidad, aquella tan provinciana de nuestra Lima. Logramos hallarle ese delicioso rastro de humor a lo cotidiano, y le perdimos el miedo a lo desconocido.

Me dieron una receta extrañísima que no pienso divulgar, y que debo seguir al pie de la letra por siete días. Pasado ese tiempo, nos tocará regresar.

Al menos sé que nos queda el consuelo de las cuatro cervezas a diez soles y el irnos acostumbrando a esa otra Lima, la horrible y tan verdadera hasta las lágrimas.


Lima, Perú
Junio de 2007

Libros y vinos

Entre tantas de mis pasiones, existen dos que son indefectibles: los libros y los vinos.

Es cierto que a las personas que les gusta salir a comprar, van por objetos en específico: ropa, accesorios, repuestos para carro, prostitutas, piezas para computadoras, et cétera. Hay otras que son compulsivas, y se van tan sólo por el gusto de ver en qué gastan su dinero.

Jamás he podido concebir eso, aunque debo admitir que cada vez que salgo de shopping, me voy directito a la sección de vinos, o a las librerías. Para mí es la mejor solución. En realidad, es a los únicos lugares adonde voy, casi compulsivo e ilusionado como niño.

-Linda, tú ve comprando. Yo me voy a ver libros-, le diré a la compañía femenina de turno.

Hay que admirar a aquellos sacrificados hombres que se soplan horas y horas de horas acompañando a su esposa, con la paciencia en ristre, mientras compran. Por eso, mi huida ya está bien planeada de antemano.

-Ah, y nos encontramos en el Chili’s dentro de dos horas. ¿Sale?

Perfecto.

Entonces, tengo dos horas de libertad para revisar las nuevas publicaciones, las portadas, los volúmenes, los autores de moda y a los tradicionales y entrañables mal conocidos. ¡Una nueva edición de Cisneros! ¡Qué horrible portada la que le hicieron a Eco! ¿Tan barata está esta colección de Proust? ¡Qué lindo –y qué caro- está este libro de fotografías de Cartier-Bresson!

Debo confesar –nuevamente-, que cada vez que voy a Borders, me meto al sistema busca-libros y me pongo a ver si aún tienen mi libro a la venta. Si, Intramuros Palachinke sigue disponible. Ése es el clímax de mi felicidad de a pie.

También están los libreros de viejo, y ahí sí que me zambullo como loco. En esas andanzas, recuerdo que conseguí un ejemplar único del Promethee Mal Enchainé de André Gide, pero publicado por Editions Gallimard, allá por 1937. Es una pieza única, y que me costó tres dólares, y escaparme casi corriendo antes de que se dieran cuenta de su error. Otra joyita: un tomo de literatura francesa a cuatro dólares con los tres libros de Tartarín de Tarascón del bueno de Daudet.
Hermoso hallazgo.

No obstante, me gusta mucho caer en las boutiques de vinos. Los grottos, como le dicen allá en los Estados Unidos. Si tengo suerte, también hallaré habanos de primer orden, y mi felicidad no conocerá límites.

Por tradición, en mi familia somos bastante iberófilos. Por ende, me dirijo siempre a la sección de vinos españoles. Deliro por los tempranillos de Ribera del Duero, o los Riojas bien plantados. Una vez saciada mi curiosidad, mis ojos divagan por las bodegas francesas, las californianas, las chilenas, las argentinas… y después entramos en la oscura tierra de los vinos del resto del mundo.

Sudáfrica tiene unos excelentes Riesling, como bien se sabe. La otra vez conseguí un Sauvignon Blanc sudafricano, y no me defraudó. Ver los vinos de lugares exóticos siempre es una grata sorpresa. Syrah de Australia, Riesling de Oregon, Tokaji Bulgaria y Pinot Noir de Rumania… ¡Uhm! Es difícil elegir.

Pero, siempre termino optando por dos, o tres botellas distintas, y salgo feliz para agregarlos a mi colección; tal cual hice en Jacksonville, donde tuve la más variada cava de mi vida.

Cuando pasaron las dos horas, nos encontramos con la acompañante femenina.

-¿Qué compraste?
-Yo, dos pares de zapatos, una blusa y un par de sostenes que estaban en oferta. ¿Y tú?
-Acá tengo una increíble edición de Unamuno, y un libro de fotos bien baratito; también nos conseguí un Malbeccito argentino fenomenal, y un Pinot Noir que me encantaría probáramos esta noche.

…y aunque no haya una mujer a quien contarle nuestros hallazgos –como suele suceder-, existe aquella exquisita e invariable satisfacción de salirnos con la nuestra en un día de shopping.


Lima, Perú
Junio de 2007

No me esperen en Starbucks

Me gusta tomar café en taza, no en esos absurdos vasitos de cartón o de espuma sintética. Cualquier bebida caliente la bebo sin prisa, sentado, y en taza. Es la única manera en que puedo disfrutar de todos aquellos elementos que hacen de una tarde/noche memorable: una excelente bebida, una inolvidable compañía, la delicia del tabaco, y una conversación de aquellas que se prolongarán hacia las copas en algún barcete, o en un caminar nocturno lleno de sonrisas.

Esa fue la excusa para encontrar a Maju. Hallarla a ella fue sencillo. Nos citamos en un Starbucks, donde todos beben en vasos de cartón, y los empleados me odian por mi empecinamiento de hacerles buscar tazas de loza. Yo los detesto porque se pide en el mostrador, y no en la mesa. En fin, es la quintaesencia de la gringada que hacernos un fast-food del café.

Ahí soy el primer disidente al pedirme siempre una taza de té de menta. Todos beben sus combinaciones extrañas y aberrantes de cafés con crema con las cuales jamás comulgué. La única vez que pedí un espresso, me lo sirvieron en una pésima tacita y un vasote gigantesco con agua (que expresamente pedí). El café –para mí- es negro, cargado y sin azúcar. Nada de cremas, nada de nada. Es la esencia misma de la felicidad tostada. Pero no, en Starbucks pido mi taza de té, y que se pudra el mundo.

Y así me odian –bien sonrientes-, en todos los locales a los cuales he ido en mis pocos viajes.

Pero Maju no me odia. Espera sonriente a que le lleve su té de moras junto al mío de menta. Le cargo toneladas de azúcar al suyo, y mi té queda sin endulzar, fiel a la esencia de la infusión.

Maju no me odia, y me recibe con una silla junto a la mía. Disfrutamos así de nuestras excusas de fumar cigarrillos y amar la noche que se vuelve en horas y horas. Son tantas que se convirtieron en días. Aquellos encuentros en la Lima que transitamos como peatones se han tornado en la manera perfecta de hacernos un rendez-vous bien conversado.

Aunque, todo empieza por algún lado. Cuando nos citamos la primera vez, al segundo sorbo de té me dijo que adoraba releer No me esperen en abril, aquella bellísima novela de nostalgia del gran Bryce. Llevé mi laptop en uno de esos primeros días, y le hice escuchar Pretend de Nat King Cole. Esa fue la canción de los enamorados del libro: Manongo y Tere.

Para ellos, fue el himno de su relación. Nosotros los evocamos siempre, cada vez que la bailamos por parques y plazas, tan de memoria…

Pretend you’re happy when you’re blue –entonces-, es casi nuestro soundtrack de cuando giramos y giramos muertos de sonrisas por las calles de Surco.

Me hace recordar tanto a la celebración a la adolescencia que Zoé Valdés hiciera en su Café nostalgia, tan parecida en espíritu a la mentada obra de Alfredo Bryce Echenique.

Siempre me ha parecido que los escritores quedamos atrapados de alguna manera en juventudes las cuales queremos explotar en libros bien vividos y recordados. ¿Será una manera de exorcizar una época? ¿Sería un himno a un todo tiempo pasado fue mejor?

Quedamos invariablemente con esa deliciosamente triste duda. Mientras tanto Maju seguirá saliendo del diario en que trabaja para irme a ver, y yo la esperaré entre tazas de té y un Pretend que nos revelará una noche más de tiempo sin tiempo.


Lima, Perú
Mayo de 2007

Wilson, laptops de segunda mano, y un día de pesca (con conchas negras incluidas)

Es cierto, no publiqué la entrega de mis crónicas de la semana pasada. Mi buzón de correo electrónico estuvo lleno de reclamos y amenazas de muerte. Tengo una excusa muy seria. Se me murió el laptop. Aquel héroe-compañero de mis innumerables viajes decidió expirar. Era hermoso llevarlo en mi morral -junto a mi cámara fotográfica y mi pasaporte-, por los caminos del mundo, citando a Atahualpa Yupanqui. Su disco duro decidió que era hora de quemarse, y de dar cincuentamil vueltas en redondo sin atinar a leer datos. Me quedé sin computador.

Me dije: demonios. ¿Ahora, cómo hago?

Recordé que la avenida Wilson es el paraíso de la computación ilegal lindando en lo pirata. Hacia allá fui, fiel a mi palabra de mercenario auto-declarado. La encontré muchísimo mejor, y con una oferta increíble para la demanda actual. Hallé piezas, consolas, pantallas, software, artefactos, servicios, accesorios y demás artículos de informática necesidad.
Wilson sigue siendo el Edén de los piratas y bucaneros.

Me conseguí mi actual monstruito IBM Thinkpad T20, al módico precio de US$320, y con garantía de seis meses. ¡6 meses! ¡Garantía! Esas palabras no existían en estos lares hasta hace… bueno, no importa desde hace cuánto tiempo.

Pero –demonios (nuevamente)-, la máquina empezó a darme problemas desde el primer día. Por supuesto, regresé a honrar mi garantía de seis meses, y fui a la mañana siguiente. Me cambiaron las piezas malas, y regresé contento a casita. A los dos días, el disco duro patinó. De vuelta a Wilson. Me lo cambiaron. Al otro día, tuve otro desperfecto. Una vez más, ir a honrar la garantía. En fin, ya no recuerdo cuántas veces regresé al local ése de las computadoras portátiles baratas. Lo único que sé es que desde hace unos buenos días, ya mi máquina no me ha vuelto a fastidiar.

Está feliz ella, ronroneando encima de mi escritorio mientras escribo el artículo que debió ser de la semana pasada, con todo y disculpas.

Hace unos días atrás me fui de pesca con unos amigotes de mi infancia. Fue interesante, ya que ése quise que sea el tema de mi artículo que se comió la mitad en perdir perdones.

Salimos en la noche y llegamos de madrugada a Sarapampa, a ciento y pico kilómetros al sur de Lima. Éramos dos coches con seis tipos rudos, llenecitos de aparejos, botellas de whisky y ron, comida magra para no malograrnos el apetito, y las ganas de quedarnos todo el día siguiente en la playa. Era una salida de hombres solamente.

Llegamos, armamos carpa, lanzamos las líneas, y nos pusimos a beber mientras esperábamos a que pique algo. Con el pasar de los minutos, cada uno fue recogiendo su línea, excepto yo, el terco. Mientras los demás se resignaban a no pescar ni un resfriado, yo me la pasé bien a lo pescador-Hemingway con mis aparejos bien lanzados de orilla. Ellos bebían, yo era el viejo y el mar.

-¡Manolo, vente a chupar con nosotros!
-Ni cagando. Ahorita pican.
-¡Ya oe, no seas huevón! ¡Ven para acá!
-¡Ya! Aguanta un toque mientras engancho la línea a tu carpa.
-¡En mi carpa no! Pucha, se la va a jalar el mar.

…y no pasó nada. Nos pusimos a beber bien a lo Chivas Life, mientras los peces se mataban de risa de mis aparejos que ni irían a pescar nada.

En la mañana nos despertamos cada uno en su carpa. Con ganas de seguir el día, salí, recogí mi sedal, y lancé un aparejo fresquecito. En ese instante, uno de mis amigos dijo algo inenarrable:

-¡Puta madre! No he traído bloqueador. Vámonos de vuelta a Lima. Así no la hago.

Mis demás varoniles amigos asintieron, le dieron la razón, y empacaron sus cosas con envidiable velocidad. Estuve a punto de mandarlos al diablo, pero más pudo la amistad y los ayudé con los bultos y petates.

Enrumbamos a Lima, de vuelta, con el estómago vacío, y el orgullo entre las piernas.

No obstante, paramos en un mercadito de esos por Magdalena, y no recuerdo bien cómo fue la maroma, pero acabamos la faena de la pesca trunca comiendo un excelente cebiche de conchas negras en un puestito. Debió haber sido la felicidad de estar con los amigos, la incongruente belleza de la cocinera, o las cervezas acompañadas de las conchas negras, pero el mal humor se me fue, y todo se diluyó en un ir y venir de carcajadas, bromas y buena salud.

Lo más interesante del asunto: no me cayó mal el cebiche. Extraño, ¿verdad?

Sí, insólito y sublime.




Lima, Perú
Mayo de 2007

¡Ah, el taxi!

No me acordaba que tomar un taxi en Lima era todo un ritual. La ley de Murphy se aplica muy bien acá: cuando más se necesita un vehículo, más difícil es éste de conseguir. Lo inverso sucede cuando no nos hacen falta: llegan taxistas por todos lados. Ahí –digamos- empieza y termina aquella cuestión de verdad universal.

Una vez llegado el mentado taxi, el diálogo es el siguiente.
-Amigo, una carrera hasta el parque central de Miraflores.
-Ya pues. Diez luquitas.
-No pues tío. ¡No seas malo! Si yo siempre pago siete soles de acá para allá.
-Ya pues, nueve lucas.
-Ocho.
-Ya, vamos.

Como se verá, la tarifa del taxi en Perú es negociable. Es una gran ventaja, ya que sabremos cuánto pagar, y nos ahorramos de molestias. Pero, también está aquella cuestión de que si el taxista no quiere ir hacia donde vamos, nos lo dirá muy cortésmente, y se irá de largo.

En nuestros días, cualquier carro que se ponga un letrero de taxista es un taxi. Aquello hace que muchos delincuentes se disfracen para asaltar incautos. Por ello, se ha ido ejercitando cierta sicología del pasajero que más raya en paranoia. Antes de tomar un taxi, se debe ver si el conductor es joven o mayor, que si tiene algún logotipo de compañía, y demás et céteras.

También existen rangos en el tipo de carro. Si éste es un compacto coreano estilo Tico, por ejemplo, suele ser mucho más barato en comparación a un sedán normal. Asimismo, el peligro de morir es proporcional al precio. Como estos carros no tienen chasis, pues la jugada pudiera salir bastante cara.

¡… y yo no recordaba de nada de ello cuando regresé a Lima!

En mi primera taxeada no supe negociar el precio. Es más, ni siquiera dije ni sí ni no.
-Ya tío, vamos.

Pero, con el tiempo, los animales de costumbre que somos nos vamos amoldando.

Ahí redescubrí, también, que los taxistas de acá son quizá los mejores conversacionalistas que existen en el mundo. Debido al desempleo, hay muchos abogados, físicos-químicos, y demás profesionales que se han dado a la tarea ingrata de taxear. Ellos forman parte de esta fauna limeña tan colorida.

Lo lindo es cuando entramos en una de aquellas conversaciones en que comparamos los paralelos entre la primera y segunda guerra mundial –por ejemplo-, y llegamos a conclusiones recontra eruditas. Tomar un taxi en Lima es la aventura de llenarse el alma de vivencias variopintas. En aquellas conversaciones inenarrables nos conocemos un poco más, definitivamente.

Pagamos el precio acordado, y ganamos más de lo que hemos gastado. Es un negocio razonable.


Lima, Perú
Abril de 2007

Aquella música a la cual siempre volvemos

Alguna vez mencioné casi a modo de confesión que soy muy afecto a la música. Me gustan de todos tipos, y cada una me retrotrae a ciertas etapas de mi vida.

Jamás podré olvidar esas maravillosas baladas en jazz de los Rippingtons. Fueron los últimos años de la década del 90. También recuerdo con alegría aquellas fuertes canciones del alternativo de mi adolescencia. Nirvana, Sound Garden, Pearl Jam (algunos juraban que se escribía pro-jam, no sé por qué), Smashing Pumpkins, Green Day, Toad the Wet Sprocket, entre tantos, hacían de mis salidas una felicidad recontra amarga.

Como escribió el genial Gabo: algo mejor que escuchar música es hablar de música.

Recuerdo que, durante los años antes de irme de Lima, nos juntábamos algunos fieles musicófilos en un barcito para escuchar música variada y comentarla. No sé cómo nos las ingeniábamos para convencer al dueño de prestarnos su consola de CD. No obstante, ahí andábamos. Comentábamos a Pink Floyd. Concordábamos muy acertadamente que Yanni tenía una fijación con Chopin, por más Di Blasio que se pareciera el griego ése. Me decían que los Rippingtons eran una mierda, y los mandaba al Caribe. Muy de tarde, nos despedíamos con John MacLaughlin, tan malditos en lo sublime de una noche en la cual ya pasaron el Gato Barbieri, Ella Fitzgerald, Patato y tantos otros.

Cuando me fui de Lima, me llevé toditos mis CDs más importantes en mi maletín de mano.

Durante mis viajes fui ganando más música, y perdiendo más raíces… hasta regresar convertido en algo así como un tipo variopinto al que le gusta el jazz, escucha tangos, y se baja álbumes enteritos de bossa nova en mp3.

Sin embargo, cuando llegué a Lima, me di con un enorme misterio. Algo debió haber pasado en los seis años que estuve fuera, porque por todos lados me la he pasado escuchando música de los 80s y 90s.

Está bien. Regresé para reencontrarme con la ciudad que dejé. Pasó el tiempo, y los cambios que vi en la urbe fueron lógicos. En cuestión de música, por el contrario, pareciera como si una máquina del tiempo atroz se hubiese malogrado y desparramado tonadas por media ciudad.

Por momentos escucho canciones muy oscuras de Indochina de los 80s; en otros pasan partes alternativas de Pearl Jam, por ejemplo. Así me la paso. En el taxi se oye a Roxette, en el café a Snap, a los Prisioneros en una oficina, a Joan Morrison y a New Order uno detrás del otro. Es decir. En un pan con pescado tipo todo-tiempo-pasado-fue-mejor, nos hacen creer con la música que veinte años no es nada.

Siempre regresamos a aquellas canciones que se nos hicieron entrañables. No obstante, sigo preguntándome qué rayos habrá pasado durante mi ausencia, en que el tiempo pareciera haberse mantenido estancado en casi todas las estaciones de radio de Lima.


Lima, Perú
Abril de 2007

Death by cebiche

Todos los jueves al mediodía me voy a una cebichería en la avenida Rosa Toro. Se ha vuelto una costumbre en mí, y ya me conocen las meseras bastante bien. Saben que me comeré un gran plato de cebiche acompañado de una cerveza.

Durante los años que estuve lejos de Perú, ansiaba el momento en que podría comer de nuevo tan suculentos platillos. En mi particular gusto, los cebiches forman una parte primordial de mi dieta. Quienes me conocen saben acerca de mi proselitismo cebichero. Recuerdo claramente las veces en que hice probar este delicioso platillo por primera vez a tantos amigos.

A falta de productos de mi tierra, la necesidad fue la madre de la inventiva. Por tal razón logré ingeniármelas para hacer un excelente tiradito de salmón bien acompañado de su sauvignon blanc. Escuchar tangos de Piazzolla mientras almorzaba era la metáfora de la felicidad para mí.

No obstante, ahora que estoy de regreso en mi país, qué hermoso es devorarse un increíble cebiche de conchas negras, de pulpa de erizo, de pescado, mixto… Es decir, de todas sus inenarrables variantes. Voy siempre solo, y como buen degustador, saboreo cada bocado lentamente. Lavo todo aquel sabor en el paladar con un sorbo de cerveza helada, y mi felicidad limeña canta los valses criollos que me ponen en el equipo de sonido.

Están ahí todos los ingredientes esenciales: el choclo, el camote, la humedad de Lima, la música, las servilletas mal dobladas, la cebolla, el rocoto, la deliciosa decoración de yuyo (alga marina) y la hermosa nostalgia que es tan sólo el momento actual.

Pero, hay algo que me ha ido pasando con el tiempo. Debido a que perdí la costumbre de comer mariscos frescos y peruanos, a la media hora de haber terminado mi almuerzo siento una presión parecida a la sinusitis, y por momentos me falta el aire. No creo que sea una reacción alérgica… o sí. Jamás tuve esta sensación. Mi única manera de luchar contra ello es seguirme saturando de pescados, mariscos, cerveza y felicidad cada jueves, y ver si en esas no me muero.

El maldito y sublime Nietzche escribió que lo que no me mata, me hace más fuerte. Lo mismo pudo haberlo escrito una cucaracha. Las pocas que sobreviven al veneno, tendrán crías que serán inmnunes a él.

Si sigo comiendo así, estoy casi seguro de que ya no sentiré nada malo.

Por lo pronto, mi felicidad de limeño que quiere recuperar el tiempo perdido se nutre de sabores así; de empanzadas y bebidas de cuando intuimos que no nos quedan muchos meses, y que lo comido, bailado y libado no nos lo quita nadie. Aunque nos mate.


Lima, Perú
Abril de 2007

El comienzo lógico de un blog

Todo empieza con una inquietud.

Nos pica aquel duendecillo interno, aquel que nos dicta que tenemos algo qué contar. Algunos no sabemos a qué atribuirlo, y le llamamos -ingenuamente- inspiración. Para otros, es algo casi obligado escribirlo. Hay quienes se quedan con aquel pequeño desasosiego durante años, hasta que leen un escrito, y dirán: "diablos, es exactamente como lo sentí."

Así es.

Nos nace esa pequeña e inefable ansia de escribir algo, casi como una necesidad. El exiliado, aquel que opta por irse por su propia cuenta (exilado es aquel deportado, expulsado, et cétera) ya de por sí cuenta con una historia que se va escribiendo con el pasar de los días. Es el relato de cada uno que no está en su país.

Yo acabo de regresar al mío. Volví a aquella hermosa y horrible Lima de la cual tanto escribí en mis Crónicas del exilio (Seattle, 2003-2006). Sin embargo, es como si jamás hubiese dejado de viajar. Sigo siendo el viajero, y la Lima que yo dejé ya no es más.

Es un tanto triste pensarlo de esta manera, y por ello he inaugurado este blog. Es el comienzo lógico para alguien que tuvo una columna que tampoco existe. Se la dedico a mis fieles lectores, mis grandes amigos de Perú, de Puerto Rico, de Seattle, de Portland, y de tantos otros lugares del mundo.

Gracias por acompañarme. Ahora, les toca aguantarme un poco más. ¡Salut!


Lima, Perú
Abril de 2007