De Quinua a Wari

Estaba harto de la ciudad, harto del bullicio; harto de todo. Por eso acepté esa invitación a irme un rato a Ayacucho. La idea fue desconectarme de Lima.

Pero lo primero que hice al llegar a Huamanga fue buscar una conexión de Internet para estar bien enterado de los ires y venires de mi equipo de redactores, de mis cuentas bancarias, de mis editores, y demás mundanidades. Así me la pasé el primer día, apremiándome a mí mismo en el trauma de no ser lo suficientemente eficiente.

A la mañana siguiente, no obstante, me dije a mí mismo que todo debía irse al cuerno.

Tomé mi mochila, y me fui al mercado. Compré pan, queso, tomates, y agua. Luego llegué a la parada de transportes, y tomé un carro hasta la localidad de Quinua, a casi cuarenta minutos de Ayacucho.

El trayecto fue tranquilo. Me la pasé mirando el paisaje como si fuese una pintura extraña; un escenario de otro mundo. Bueno, sí era otro mundo en ese momento. Yo era un limeño, un hombre de la ciudad, un ser urbanizado. Al llegar a Quinua, mis primeros pasos fueron de camino de regreso.

Porque mi idea original había sido ésa: regresar caminando, cruzando los campos, a la manera antigua.

Como todo sedentario, los primeros veinte minutos fueron una pesadilla. Felizmente el camino fue de bajada, y así se hizo la vida más fácil. Pero caminar, caminar, caminar, caminar... eso no estaba previsto en mi organismo. Así me lo hicieron saber mis piernas cuando avancé mis kilómetros iniciáticos.

Seguí el camino de la carretera por momentos, y en otros corté camino a las curvas adentrándome en plantaciones de quinua y papa; en pastizales donde mugían reses soñolientas; en roquedales cubiertos de musgo. Caminé y caminé durante las primeras dos horas, con la conciencia de ser sólo yo y la tierra.

Ahí fue que volví a ser el viajero, el errante. Fue en ese momento en el que reviví un poco aquella naturaleza tan mía de nómade y de errabundo. Renació el exilio en mí, pero de una manera distinta. Ya no era un expatriado. Era un explorador sin domicilio fijo, quien vuelve a la tierra, y quien la reconoce como suya.

Porque la tierra es nuestra no por reclamarla en un pedazo; sino cuando se la recorre inclementemente como hormiga, respirándola al andar. Por eso a veces considero que no tengo una nacionalidad fija. He caminado por tantos lugares, que jamás podré decir que he reclamado un territorio.

Entonces, me dio hambre.

Busqué una colina y me senté a la sombra de un árbol. Abrí la mochila, saqué el queso, el pan, los tomates, y me puse a comer tranquilamente, acariciado por la brisa de la montaña. El apremio de la ciudad parecía tan lejano en esos instantes. Ése fue un lugar abandonado del tiempo, donde los relojes no existían. Con cada bocado, y cada sorbo de agua, la vida se me iba alargando un poquito más.

Al terminar la comida, me eché a fumar un cigarrillo y mirar el cielo. Es fascinante cuando nos desembarazamos de esa obsesión con el tiempo, y nos quedamos viendo las nubes pasar. Para los que vivimos apurados, las nubes siempre están estáticas en el cielo. Pero, cuando nos deshacemos de la premura, el mundo se manifiesta en un movimiento tan fluido, tan pausado, tan majestuoso, que es imposible no maravillarse ante lo banales de nuestros esfuerzos cotidianos.

¿Qué hago en una oficina? ¿A quién busco? ¿Qué es lo que persigo? ¿Es real lo que pugno en mi diario vivir?

Dormité apenas veinte minutos, y de ahí volví a la carretera. Caminé dos horas más, bajo un sol que iba atardeciendo y enfriando la brisa. Justo coincidió con mi llegada a Wari. Ahí tomé un carro hacia Huamanga; una camioneta cargada de gentes de la zona, animales, productos agrícolas; rostros dorados por el sol y enrojecidos por el frío; la vida misma de los Andes ante mí.

Cuando volví a Huamanga ya era de noche. Llegué al bar del hotel, sucio, transpirado, y en paz. Pedí una cerveza, y me la dieron heladísima. La bebí con agradecimiento, y con un inusitado sentimiento de calma; saboreando cada sorbo helado y burbujeante como si fuese la vida misma.

Luego del duchazo y el cambio de ropa en la habitación del hotel, caí en cama con un dolor muscular atroz. No avancé nada de mi trabajo ese día. Tampoco me importaba ya si conseguía o no una conexión de Internet.

Mis músculos cansados me recordaron que había recobrado mi esencia en algo; y ese peso fue lo que me dio uno de los sueños más descansados que pude haber tenido en años.

Lima, Perú
Diciembre de 2010

La puntualidad en los tiempos que corren

Hace un poco más de diez años atrás que leí un artículo donde un economista peruano (cuyo nombre se me escapa), escribió acerca de la (im)puntualidad. Perú no es el único país que se caracteriza por su hora; también existen la hora argentina, la hora puertorriqueña, la hora dominicana, y demás et céteras. Podemos resumir que un latinoamericano promedio nos cita para encontrarnos a las seis de la tarde, y ellos recién llegarán a las siete y pico de la noche. No tiene pierde, y es un asunto de lo más aceptado; mucho mejor que una American Express.

La explicación que dio el columnista fue la siguiente: los países del norte tuvieron una revolución industrial, lo cual hizo que la economía y la sociedad en sí giraran en torno a la fábrica. Por ende, la cultura del reloj se estableció hasta en las escuelas, que son émulos de pequeñas industrias. Suena el timbre, y todos entran. Suena el timbre, y todos salen. Igualito que en una fábrica, ni más ni menos.

Pero en Latinoamérica no hubo revolución industrial. La economía era latifundista y minera, y los horarios se regían por la posición del sol. El reloj tan sólo fue una curiosidad que ostentaban los patrones en su casa de hacienda, o los ciudadanos más pudientes. Es por ello que culturalmente -explicó el economista anónimo por culpa de mi mala memoria-, los sudamericanos no le tenemos tanto respeto al reloj.

Durante el tiempo que viví en EE.UU., me acostumbré a la puntualidad funcional, pragmática y eficiente. Todo era a su hora, y si no llegas, te cierran la puerta, y para otro día será; caballero. Debo admitir que aunque fue un golpe duro acostumbrarme, me gustó luego que todo funcionara con exactitud de reloj suizo. Digo, en algunos casos mejores que en otros, ya que habiendo puntualidad en los procesos, esto no garantiza que se eliminen los errores humanos. La burocracia siempre será la misma, eso aprendí también.

Aunque es mejor el error humano a sus horas, que nunca saber a qué hora vendrá el responsable de turno.

Con ese afán de llegar a tiempo, empiezan los pequeños síntomas de ansiedad a apilarse sobre los hombros, y de ahí a alojarse en migrañas pegajosas. El mero hecho de mirar el reloj ya agregaba minutos a la joroba del cuello. Diez minutos de tolerancia, como máximo, en algunos lugares, y el tráfico más embotellado era capaz de volvernos alcohólicos al final del día, cuando abríamos la primera cerveza para bajar el stress acumulado de la semana.

Dos años anduve en ese trajín de vivir correctamente cuadriculado en mi schedule, y pobre de mí si me pasaba de los diez minutos de gracia. Las reprimendas no eran graciosas, y siempre estaba el jefe para reportarnos a HR con todas las de la ley. No hay impuntualidad que valga.

Volver -entonces-, a Latinoamérica trajo un mayor estrés a mi vida. Cuando me invitaban a un evento, yo tenía la mala costumbre de llegar siempre a la hora exacta. Terminaba barriendo y ayudando a colgar los adornos porque recién los primeros invitados aparecían dos horas después de la hora oficial. Lo mismo me ocurrió con las citas, los encuentros, las reuniones de negocios, y un largo et cétera más.

Han pasado ya varios años, y aún no me acostumbro a la impuntualidad. No obstante, he asumido una actitud más relajada al respecto con el pasar del tiempo. Ya no me estresa la idea de llegar tarde a un lugar si es que el tráfico nos embotella los minutos. Sé que con una buena disculpa y una cara de compungido habré parchado el problema por mientras. Lo demás, es cuestión de empezar la reunión, mostrar algún atisbo de profesionalismo, y hacer en Roma lo que hacen los romanos. Ni modo.

Lima, Perú
Octubre de 2010

Tu voto no es mi voto

Al ser extranjero, es nuestro deber notificar al consulado local dónde es que vivimos mediante un registro consular. De tal manera, se nos puede ubicar siempre para propósitos legales, cívicos, enjuciables y judiciales. Esto incluye, claro está, el registro de votación para las elecciones presidenciales y para el congreso, con su consiguiente potencial de ser nombrado miembro de mesa, presidente, o qué sé rayos.

Las dos veces que voté en Puerto Rico, recuerdo que el proceso electoral fue más una juerga que otra cosa. Ni bien uno salía de emitir el voto secreto, nos esperaban los mismos peruanos en el exilio con sus cajas de latas de cervezas, comidas típicas, y rondas de amigotes dispuestos a empinar el codo bien políticamente. No había escapatoria, y el votante en mí tampoco tenía muchas ganas de huir, que yo recuerde.

Al regresarme a Perú, decidí no cambiar mi dirección legal de Puerto Rico debido a que no sabía adónde me llevarían mis pies. Así se me pasó un año, dos, tres, y hasta cuatro, sin cambiar domicilio. En aquel interim, hubo dos elecciones municipales, para las cuales vote por ninguna. Al estar registrado en el extranjero, no aplica en mí ninguna jurisdicción. Así que me ahorro de colas y de preocupaciones politiqueras.

Verán, como buen apolítico que soy, me importa un rábano quién salga o quién no salga de alcalde de Lima, Miraflores, Huaycan, o Ccarahuaccyapoma. El mundo fue y será una porquería, como dice el famoso tango. La misma opinión tengo respecto a la política. Siempre habrán entresijos, intrigas y malabares, vote por quién se vote.

Por eso, aunque sea escarnecido por cierto grupo de personas quienes se toman el proceso electoral y cívico tan en serio, yo me abstengo de votar.

Me ahorraré una linda fila, dormiré hasta tarde, y el hígado lo guardaré para la borrachera que me toque ese día, por más ley seca que haya. Transgresor o no, me mantengo fiel a mis convicciones políticas, y que viva la Perestroika.
Lima, Perú
Setiembre de 2010

Comer al paso

Como buen peatón, me gusta descubrir lugarcitos dónde comer merienditas baratas y portátiles. Cada país tiene su variación de las comidas al paso, y en Perú el comer en la calle es toda una institución nacional. Éstas están muy lejos de la pretensión culinaria gourmet. Sencillamente, son alimentos para llenar la panza de la manera más barata y pintoresca posible.

Recuerdo que una vez tuve que levantarme tempranísimo para no sé qué papeleos, y me topé con una carretilla llenecita de sandwiches a un sol. Eran panes con huevo frito, tortilla de huevo, palta (aguacate), (dizque) lomito, y otras variantes. Por un sol más, se podía tomar un café aguadísimo, o un té. En esa ocasión desayuné muy feliz con cinco soles, a lo que equivaldría más o menos un dólar américano con ochenta centavos. Nadita mal, me dije.

Los que abundan en las esquinas de los barrios populares, son los quioscos que venden emolientes, batidos calientes de maca, y otras hierbas que jamás me atreví a probar. Debo admitir -pesarosamente-, que me siento intimidado y apocado el ver a las quiosqueras hacer malabares con los chorros largos, altos y humeantes para enfriar el desayuno líquido de las masas trabajadoras.

También hay jugueros que exprimen naranjas fresquísimas por cincuenta céntimos, y un sol. Existen los que venden huevos de codorniz, los que ofrecen choclo (maíz) con queso, papa con queso, yuca con queso, huevos duros con queso, o queso solo.

Ahí sí me apunto para llenar mi mochila de comida vegetariana, e irme de pícnic urbano, y bien peatón.

Asímismo, están los almuerzos carretilleros, y al paso, además. De ésos, están los infames siete colores, que es un plato con siete comidas distintas (tallarín verde, papa la huancaína, chanfainita, arroz, cebiche, cau-cau, frijoles, o cualquier otra sarabanda), agregando el peruanísimo huevo frito montado. Pariente de ese plato es el popular aeropuerto.

Cuando pregunté acerca de tan pintoresco nombre, me enteraron de que todo aterriza en el plato, pe' manito... Y sí. El plato es la pista de aterrizaje de todo lo que se ofrece en la carretilla. El comensal acaba con un cerro de comida, y una indigestión, además.

Algunas personas me llamarán terco cuando digo que soy fiel al cebiche; y mucha gente estará de acuerdo conmigo en que hay cebiches que mejor se comen -y con mayor gusto-, si son de carretilla. No será de cinco tenedores la cosa, pero con tal de que mis cubiertos estén bien lavados, me someto a placeres gastronómicos que pueden ser hasta de ultratumba.

Lima, Perú
Setiembre de 2010

Tan de Miraflores

Cuando vamos llevando nuestro exilio a cuestas por el mundo, nos es inevitable atribuirnos alguna Ítaca a la cual volver. Durante mis años de Puerto Rico y EE.UU., idealicé poéticamente el Miraflores que yo tanto recordaba de mis paseos a finales de los años noventa.

En esas época estudiaba en el Club de Teatro de Lima, en la primera cuadra de 28 de Julio, casi en la esquina con la calle Porta. Fue durante esos tiempos que mis lecturas de Hemingway me hicieron buscarme cafés parisinos imposibles para emular al gran narrador norteamericano. De tal modo, me iba bien a lo generation perdue a escribir poemas en mesas de vereda, mientras descubría las delicias del café negro bien cargado y sin azúcar, por favor.

Empecé a afincionarme a sentarme en las tardes antes de mis clases, y mirar a la gente pasar mientras armaba mis primeros versos en servilletas, facturas, o cualquier papelito que pudiera llevar conmigo. Hasta ese entonces no era muy afecto a las libretas. Siempre las extraviaba por ahí y por allá en juergas con amigos, o en el descuido del escritorio.

Luego, terminadas las sesiones teatrales, caminaba varias cuadras por esa ciudad que empezaba su ritmo nocturno. Era aficionado a observar cómo se transformaba la urbe de día de trabajo a noche de bohemia incipiente. A veces, caía en algún bar a tomarme un trago bien a lo Hemingway, nuevamente, y seguir escribiendo.

Era una soledad literaria en la que debutaba como observador del mundo en mis años adolescentes.

Esta costumbre se me quedó una vez me fui de Perú. En Puerto Rico quise hacer de las mismas, y me costó mucho trabajo y desengaño darme cuenta que el ritmo de esa isla caribeña era muy distinto. Probé cientos de cafetines, restaurantes, terrazas de mar, et cétera; pero jamás pude hallarme en esa esencia de pasajero pretenciosamente parisino.

En Jacksonville fue peor, ya que en esa ciudad era imposible ser peatón. Justamente lo hermoso de un café de vereda es poderse sentar en el anonimate de ver a la gente caminar en su nochalance de día de otoño, por ejemplo.

Al no tener este escenario, la nostalgia me hizo idealizar aquella Ítaca que encarné en Miraflores, sus calles, sus pequeños negocios, sus vericuetos, tantos recuerdos.

Cuando llegué a Montevideo, vi que esa ciudad oriental era demasiado parecida al Miraflores que yo mismo me había inventado. Así fue que me enamoré de aquella urbe tan pequeña, donde compuse pocos poemas en mis escasos tiempos libres de viajero.

Amé Montevideo como quien reconoce la esencia de aquello que nos enclaustra en sueños. Ahí se me convirtió en aquel rincón del mundo donde siempre quisiera regresar, como lo fue Miraflores. Se me confundieron ambas ciudades como si fueran barajadas en ese colectivo afectivo que llevo dentro.

A finales de 2006 regresé a Lima, y uno de mis primeros periplos fue a recorrer aquellas calles miraflorinas que tanto quise encarnar en la nostalgia aperogrullada de que todo tiempo pasado fue mejor.

Pero las Ítacas cambian, me dijo un gran amigo.

Y es cierto. Jamás pude volver al Miraflores que yo recuerdo, porque éste murió en el momento en que me fui de Lima, allá en 2001. Me di con la amarga noción de que aún vivía en una especie de exilio, en el cual ahora el tiempo tomó el lugar de la distancia.

Ya Miraflores no es la misma que fue hace ya más de diez años atrás. Lo que me consuela, sin embargo, es haberla podido conservar en instantáneas versificadas en poemarios bien sentidos. Mantengo aún las sensaciones frescas de mis paseos vespertinos, cuando el otoño era tan sólo una excusa para sentarse a disfrutar de las últimas fiestas del sol en el poniente, y calentar la noche con un café negro, bien cargado, y sin azúcar.

Pero aún me queda Montevideo, aquella ciudad tan de Miraflores, a la cual me debo regresar, como quien vuelve a esas Ítacas que nunca queremos que cambien.
Lima, Perú
Agosto de 2010

Donde los Arriarán

Hace un poco más de un año atrás una vieja amiga me invitó a ir a Ayacucho para la fiesta de su familia. Según me contó, era de la estirpe de los Arriarán, quienes tenían orígenes españoles y colonizadores de tierras ayacuchanas. Pero, como vinos venían y más piscos fluían, mi atención desvarió en comprender sólo que debía llegar a Huamanga en cierta fecha, que caía sábado.

Así lo hice, y mientras viajaba en el bus interprovincial me encontré con su hermano, con quien entablamos conversación, y quien me éxplicó acerca de qué rayos era aquella festividad. Para empezar, todas las fiestas religiosas tienen un organizador, o encargado, a quien se le denomina mayordomo. Éste es quien se ocupa de bancar con toda la responsabilidad de armar un evento anual que sea memorable, ya sea en honor a la Virgen de Conchucos, el Señor de Quinuapata, y demás personalidades del santoral.

El caso es que a la familia Arriarán se les ocurrió la idea de celebrar a sus ancestros patriarcas y fundadores con una fiesta anual, en la cual las diferentes vertientes de arriaranes tomarían el cargo para ser mayordomos por turnos. Por ahí se me siguió explicando los distintos tipos de Arriarán, pero entre el mal de altura y los piscos residuales, fui perdiendo el hilo. Así que si me lee algún gran amigo Arriarán, sabrán disculpar la licencia literaria que me adjudicaré en esta crónica, ya que de Arriarán-López, Arriarán-Mercado, Arriarán-Pestalozzi, o Arriarán-Karlovic no me acuerdo, no evoco, no carburo. Así de bruto soy.

Pero no fui bruto a la hora del pisco, y ahí fue que empezamos desde la noche anterior a la misa.

Porque hubo misa, serenata, recibimiento, desayuno, banda y baile fuera de la iglesia. Los Arriarán-de-las-Galletas repartieron ponche y pisco. Una de las mayordomas, a quien recuerdo como la Arriarán-Guía-Espiritual nos ofició una descripción de la ceremonia, en la cual se hizo apertura de una peregrinación que nos llevó hasta el cementerio. Ahí, ella saludó tumba por tumba a los Arriarán-Fundadores. En cada nicho y tumba, le dedicó palabras sentidas, alegres, celebratorias, y bien cargadas de fe. Siempre tuve la convicción de que es una costumbre hermosamente poética el recordar con tanto cariño a la imagen de aquellos quienes marcaron nuestras vidas al precedernos. Es la manifestación de un cariño que trasciende los tiempos.

En mi resaca de invitado-sin-ser-Arriarán -aparte de sentir cierta envidia sana-, pude apreciar la asistencia de los distintos pelajes y variaciones de Arriarán. Estaban desde los recién bajados del avión desde los United States of America, pasando por los limeños y alimeñados, llegando por uno que otro trotamundos-que-tropezó-de-casualidad-por-acá, y varios del equipo local.

Luego de aquella bellísima peregrinación, era hora de embarcarse hacia el cerro La Picota, que sobremira la ciudad de Huamanga, y donde los Arriarán-Mayordomos habían armado tolderías, mesas, viandas, comidas, cajas de vinos, dotaciones de piscos y muchos pertrechos para armar la juerga más juerga del año. Como buen invitado-sin-ser-Arriarán, llegué de entre los primeros, y metí mano en la organización de muebles y lugares de honor junto a los Arriarán-Mayordomos.

Una vez terminados de armar el campo de batalla, se recibió a la comitiva de arriaranes a punta de música de banda. Llegaron camionetas, buses pequeños, carros particulares, taxis, caballos, caminantes, trovadores, más invitados y uno que otro extraviado que cayó por ahí de casualidad.
Todos ocuparon sus lugares de acuerdo a una jerarquía familiar que me evadía, y empezaron los discursos y saludos de rigor. Mi amiga, quien era parte de los Arriarán-Mayordomos, hizo de maestra de ceremonias. Hubo brindis, hubo buffet, hubo evocaciones, semblanzas, recuerditos y recuerdazos. De más está decir que para ese entonces debí haberme aprendido de memoria quién era quién de los Arriarán.

Pero no. Llegó mi turno de entrar al buffet, y según mi jerarquía de invitado-sin-ser-Arriarán, llegué a tiempo para degustar comidas que en mi vida jamás. De más está decir que juré poder morir en paz ese día luego de probar algo tan maravilloso en respecto a la culinaria ayacuchana.

De ahí, claro está, empezó a correr el licor. Ahí pude notar que mi amiga se dedicó a ser algo así como la emborrachadora oficial, ya que nos rellenaba a todos con copitas de pisco, mientras por ambos lados de la moneda corrían botellas de vino. A diestra y sinietras salieron también cajas de cerveza, y cuando la comida terminó, todo mundo a bailar se pusieron.

Al caer la noche, salieron los castillos de fuegos artificiales. La juerga estaba en full swing, y por ahí empezamos a aflorar los primeros ebrios. De ahí que surgió la comidilla de eventos que incluyeron seducciones extrañas, peleas en la cual un Arriarán-Puños-de-Oro le cayó encima a un Arriarán-Copa-Llena, y medio mundo hizo de las suyas. Este servidor, al ser tumbado de su silla, también le entró al tumulto, donde los golpes fueron y vinieron. Pero todo se disolvió tan pronto como empezó, y todos volvimos a cantar abrazados y a voz en cuello, más amigos que nunca, y no me mentes la madre, compadre, que te vuelvo a patear.

Ya entradas las horas, cada uno agarró su calabaza, y cada Arriarán se fue a su destino particular.
Para la mañana siguiente, hubo desayuno en el hotel Valdelirios, con caldo de mondongo. Fue el desayuno más largo que he visto en mi vida. Empezó a las ocho, y terminó a las diez de la noche.

Los diferentes colores de Arriarán pasaron por ahí a comer, bajarla con pisco, y rendirle culto a las cajas de cerveza. Por supuesto, la comidilla del día anterior se convirtió en un ir y venir de bromas y chacotas donde ningún Arriarán se salvó. Tampoco nos salvamos los invitados, quienes por jerarquías también tuvimos nuestra parte del pastel.

No obstante ebriedades, juergas y anecdotarios, siempre me gusta rescatar aquello que los hizo tan entrañables. Aunque jamás recuerde bien quién es quién a ciencia cierta, puedo decir con alegría y profundo agradecimiento que una familia tan unida me hizo tener un poco más de fe en el género humano. Ellos son un grupo de gentes tan similares y tan distintos que pudieron juntarse para crearse una tradición. Sin exagerar, puedo afirmarme a mí mismo que ésa fue una de las pocas veces en mi vida en la cual puedo decir que he sido testigo de un hecho que bien pudiera sentar bases en la historia de un pueblo.

Lima, Perú
Agosto de 2010

La ciudad donde no fui feliz

Llegué a Jacksonville a mediados del año 2003. Mi único equipaje eran cuatro mudas de ropa en un maletín, trescientos dólares, y el número telefónico de mi primo. Eso era todo. El mío era un viaje estrictamente de avanzadilla inmigratoria, ya que la vida en Puerto Rico se nos estaba haciendo insostenible para mi esposa, mi hijo y yo. La crisis que nos trajo la reciente guerra en Irak, un fallido negocio mío, y las malas condiciones en los salarios hicieron que tomáramos tal dramática decisión.

Yo me adelanté primero, para apuntalar nuestra economía en cualquier trabajo bien remunerado que consiguiera. Luego me seguirían mi hijo y mi esposa. Ése era el plan.

Mi primo me alojó durante unas dos semanas en su apartamento, y en ese tiempo logré conseguir un trabajo de teleoperador telefónico en Citi. El ambiente laboral y el sueldo eran fenomenales, sin contar los beneficios, y la dotación ilimitada de café. Eran una receta para comenzar de nuevo una vida; esta vez de una manera mucho más eficiente.

A los dos meses llegaron Sandra y Manolín, y la vida se nos hizo de deudas, trabajo y más trabajo, y el buscar amoldarse a una cultura que no era la nuestra. Durante ese tiempo me la pasaba (d)escribiendo mi vida de extranjero en mis Crónicas del Exilio, que me servían como un consuelo a una carrera literaria que estaba dejando en un hiato. También escribí poemas, y junté manuscritos; pero el meollo del asunto era sobrevivir, y eso lo hacíamos como mejor pudimos.

A Sandra nunca terminó de sentarle bien la vida en los Estados Unidos. Mi hijo vivía descubriendo el mundo. Yo regresaba todos los días cansado y agobiado por recibir quejas y quejas de clientes iracundos en inglés y en español.

Aquella cultura de vivir para trabajar y trabajar para vivir hicieron tanta mella en nuestras vidas, que al año mi esposa y yo nos separamos, ella se regresó a Puerto Rico, y yo me quedé viviendo solo, en un apartamento hermosísimo y lleno de soledad. Por esos meses logré publicar dos libros de milagro, pero me sentía cansado de toda esa vida, y nunca supe por qué; hasta que viajé a Argentina y Uruguay.

Cuando regresé de ese bellísimo viaje de tres semanas, me di cuenta que realmente odiaba Jacksonville. Ni siquiera el haber descubierto el cigar bar de nombre Aromas me servía ya de consuelo. Bebía cervezas y fumaba habanos en conversaciones feroces y alegres entre estudiantes de leyes, pero no era feliz. Compraba y compraba vinos y libros, pero no era feliz. Publicaba artículos y empecé un contrato con una de mis obras, pero no era feliz.

Entonces, en 2005 decidí regresarme a Puerto Rico. Junté mis ahorros, rematé mis posesiones, empaqué lo poco que podía cargar, y me largué de ahí en una noche, conduciendo las seis horas hasta Fort Lauderdale, donde tomaría mi avión hacia San Juan.

Lo que pude concluir de mi aventura americana fue que aunque la felicidad atrae el dinero, el dinero no hace la felicidad. Me fui tan solo como cuando arribé. Aprendí mucho, gané un montón, y siempre sentiré que perdí mucho más. Aunque mi regreso a la isla me trajo un gran alivio, éste venía cargado del fantasma de una ciudad a la cual jamás llegué a entender por completo.

Lima, Perú
Agosto de 2010

Atrapados en el tiempo

A veces pienso que vivir en Perú es quedarse atrapado en pequeños rincones donde aún se convive con el pasado. De eso me percaté una vez en que escuché una conversación a mis espaldas, cuando dos congéneres míos se refirieron a cierto colega fisiculturista, comparándolo con Charles Atlas. Recuerdo -también-, haberme tropezado con un diálogo acerca de enfermedades venéreas en una bodega, donde una muchacha más o menos de mi edad mencionó a Rock Hudson como si fuese un personaje de la actualidad.

¿Cómo es posible que personas de mi generación tuviesen referentes culturales de épocas mucho más antiguas? Nosotros, niños peruanos de los 80s, mantenemos vivas las memorias de héroes y villanos que estuvieron en boga durante la década de los 40 hasta entrados los 70.

En las conversaciones nostalgiosas con amigos y colegas, caemos en recuerdos de Adam West como un Batman panzudo, del Super Agente 86, de la serie bélica Combate, o de episodios de Hechizada en blanco y negro. ¡Ni qué hablar sobre dibujos animados! La mayoría de peruanos aún recordamos con cariño haber visto la versión animada de The Beatles, y las variedades de dibujos de Max Fleischer, Mel Blanc, Chuck Jones, entre otros.

Crecimos en un ambiente que hoy en día se denominaría retro, pero del cual nunca tuvimos mucha opción. Sencillamente, era lo que se nos alimentó por vía televisiva, en tiempos cuando el servicio de cable era una fantasía, e Internet no cabía ni en la imaginación de Buck Rogers en el Siglo XXV.

La televisión venía con programas repetidos, películas de John Wayne y Charlton Heston, pero salpicadas también con algunos sitcoms ochenteros que lograron colarse por ahí y por allá.

Es por tal razón que el peruano promedio tiene una máquina del tiempo como referente cultural. Cuando viajamos al extranjero, pasamos como seres sumamente cultos y llenecitos de bagajes interesantísimos de legados mediáticos clásicos. Hoy en día existen cursos específicamente preparados en algunas universidades donde se requiere que los estudiantes vean la misma programación variopinta, para analizar los cambios de idiosincrasias y la evolución de la sociedad y demás blablablá.

Siento que aunque estemos atrapados en el tiempo, mantenemos esa ventaja de haber aprendido de antemano las lecciones del pasado frente al televisor.

Lima, Perú
Agosto de 2010

Gris, gris, gris...

El invierno de Lima es gris. La ciudad amanece con una fina llovizna traída de la niebla que se queda estancada perennemente sobre la ciudad. En algunos distritos, esa neblina entra por las ventanas, se cuela dentro de las casas, hace desaparecer edificios, convierte las calles en un territorio donde las distancias son engañosas. Para los que tienen ojo para lo pictórico, se podría pensar que Lima se convierte en un cuadro de Monet por varios meses... si es que Monet tuviera un ojo para lo contemporáneo y lo triste.

Porque Lima es una ciudad tristísima en invierno.

El cielo permanece encapotado de niebla y más niebla. La luz del día queda apestada también del smog, de un viento frío traído del mar.

Pero, es una tristeza hermosamente poética. A pesar de que el sol se toma unas vacaciones y huye despavorido de Lima, esa aura espectral envuelve los amaneceres fríos en un misterio que dan ganas de desentrañar.

La tristeza puede ser hermosa, aseguró alguna vez Osho; y tuvo razón. La belleza de Lima radica en lo lóbrego de sus calles, en el peso de sus historias, donde deambulan todo tipo de personajes buscando echarle algo de color a los días que aún no son verano.

Durante mis años de Puerto Rico y Jacksonville aprendí a extrañar ese encapotamiento gris de Lima. También supe apreciar aquella tragedia tan bella de ciudad desértica, una urbe que vive de espaldas al mar, y ampliándose más allá del valle del Rímac y abriéndose a mordidas en extensiones rocosas.

Lima es gris, hasta que llega el verano redentor. Es ahí cuando ella deja de ser Lima, y se convierte en cualquier otra ciudad cosmopolita; soleada, abierta, alegre, desenfadada... una capital más del mundo.

Lima, Peru
Agosto de 2010

No me esperen en Starbucks (2)

Hay ocasiones en que nos es difícil mantenernos consistentes con ciertos ideales y/o convicciones. En lo particular, alguna vez comenté que no me gustaba mucho ir a Starbucks por el mero hecho de que no existen meseros, que había que pedir en un mostrador mismo fast-food, y que las mezclas de bebidas a base de café son de una pretensión gourmet tan sólo demolidas por ser servidas en absurdos vasos de papel.

Asímismo, hace varios años atrás escribí en mis crónicas que uno tan sólo podría decir que ha conquistado una ciudad si es que se ha conseguido un bar adónde recalar, y una peluquería para volver siempre todos los meses.

En mi búsqueda incansable por Lima, hallé un bar fabuloso cerca de casa. Se llama Almendáriz, y es una cava, licorería, y bar gourmet. Los tragos son carísimos, y no tienen wireless. No obstante, algo le faltaba, y nunca pude echarle el diente.

Mientras tanto, me pongo a pensar acerca de éstos y otros misterios mientras trabajo en mi laptop, con mi botella de agua de soda con hielo en un Starbucks. Casi todos los días voy de tarde para sentarme en los sillones que dan ambiente de sala, ignoro los cafés y me refresco las horas de trabajo y redacción con mucho hielo y agua con gas.

Fue en uno de esos días que me di cuenta que en mi exilio sin extranjería había logrado adquirirme un "bar" al ser un cliente regular de Starbucks.

Debo admitir, no obstante, que aunque en tal lugar no sirvan bebidas alcohólicas, me gusta echarle su chorrito de whisky al hielo de mi agua, y así mi tarde la paso alegre hasta que se hace de noche. Para los demás clientes regularones, es probable que esté tomando algún tipo de iced tea. Todos somos felices, y el jazz de música de fondo me da la razón cuando me arrellano, comodísimo, en la imitación de sala que el mobiliario nos provee.

Las chicas baristas ya me conocen y me he vuelto conocido entre varios clientes asiduos. Puedo no quejarme.

Lo interesante del asunto, sin embargo, radica en que esta cadena de franquicias dedicada al café tiene la misma personalidad/decoración/imagen por donde se vaya. El milagro del Wi-Fi es un gran atractivo para mí, peatón cibernético y literario. Por ello me gusta caminar por la ciudad y recalar en cualquiera de estos clones de living room cuando quiero hacer como que trabajo en mis artículos.

Pero siempre regreso al Starbucks de cerca a mi despacho, donde sé que me hice de un rinconcito de bar entre tanta belleza prefabricada y aséptica. Al fin y al cabo, sirve para el mismo propósito que alguna vez tuvo el Transylvania en mi vida, allá en mis años de Puerto Rico. Nunca dejo de ser extravagantemente primitivo en mis gustos.
Lima, Perú
Agosto de 2010