Gris, gris, gris...

El invierno de Lima es gris. La ciudad amanece con una fina llovizna traída de la niebla que se queda estancada perennemente sobre la ciudad. En algunos distritos, esa neblina entra por las ventanas, se cuela dentro de las casas, hace desaparecer edificios, convierte las calles en un territorio donde las distancias son engañosas. Para los que tienen ojo para lo pictórico, se podría pensar que Lima se convierte en un cuadro de Monet por varios meses... si es que Monet tuviera un ojo para lo contemporáneo y lo triste.

Porque Lima es una ciudad tristísima en invierno.

El cielo permanece encapotado de niebla y más niebla. La luz del día queda apestada también del smog, de un viento frío traído del mar.

Pero, es una tristeza hermosamente poética. A pesar de que el sol se toma unas vacaciones y huye despavorido de Lima, esa aura espectral envuelve los amaneceres fríos en un misterio que dan ganas de desentrañar.

La tristeza puede ser hermosa, aseguró alguna vez Osho; y tuvo razón. La belleza de Lima radica en lo lóbrego de sus calles, en el peso de sus historias, donde deambulan todo tipo de personajes buscando echarle algo de color a los días que aún no son verano.

Durante mis años de Puerto Rico y Jacksonville aprendí a extrañar ese encapotamiento gris de Lima. También supe apreciar aquella tragedia tan bella de ciudad desértica, una urbe que vive de espaldas al mar, y ampliándose más allá del valle del Rímac y abriéndose a mordidas en extensiones rocosas.

Lima es gris, hasta que llega el verano redentor. Es ahí cuando ella deja de ser Lima, y se convierte en cualquier otra ciudad cosmopolita; soleada, abierta, alegre, desenfadada... una capital más del mundo.

Lima, Peru
Agosto de 2010

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