Dakar Daughter

Pues ahí estábamos ella y yo en el auto, estacionados frente al mar, en uno de aquellos inenarrables atardeceres puertorriqueños. Tenía la laptop encendida, y estaba sonando Dakar Daughter de Don Grusin, aquella preciosa melodía tan cargada de imágenes nocturnas del desierto, de antorchas, de danzas furtivas, del olor de tierra húmeda del África septentrional, de orillas de mar lejano; tan de la Clara de mis poemas de 1996.

Ella enrollaba un cigarrillo de marihuana; yo me daba cuenta de que era la primera vez que se me cumplía exactamente aquella escena que tanto imaginé. Sí, sí; era en ese mismo instante que veía el mar, el poniente, lo maravilloso de estar en un confín del mundo mientras escuchábamos esa pieza de jazz contemporáneo.

Se lo hice saber a ella a borbotones que se entremezclaban de retazos de poemas y emoción.

-Voce não ta certo-, me dijo.

Aunque todo empezó en 1992, más o menos en octubre, si no me equivoco. Cayeron en mis manos algunos CDs: uno de los Rippingtons, otro de Don Grusin, y el último de Special EFX. Ahí descubrí el camino del desasosiego; ahí nació mi inquietud por los fantasmas.

Con el pasar de las canciones y los meses, fui internándome en vericuetos imaginarios, por donde iba siendo envuelto por tantas instrumentalizaciones. Así aprendí que Weekend in Monaco era un viaje desde Lima a través de una América festiva hacia los confines del Atlántico. Vi pasar rostros danzantes en una feria interminable con los trazos de un Colonial Empire. Caminé desolado en las playas de Where the Road Will Lead Us. También imaginé bosques extensísimos al oír Vienna y A Place for Lovers, una y otra vez.

No obstante, Dakar Daughter fue aquella melodía que le diera comienzo al mito de Clara en mi corazón.

No sé cómo iba siendo transportado a una playa nocturna, donde acababa el desierto y empezaba el mar. Era la oscuridad llena de estrellas y antorchas, y una mujer danzaba silenciosa. Sus pasos seguían el ritmo pequeño poético del piano. La mirada de ella… ella… ella… era como buscando una tierra lejana y perdida. Por momentos se detenía, volteaba a mirarme (mientras estaba sentado sobre la arena, contemplándola en mi embeleso), y jugaba a ser inalcanzable.

1996 fue el año en que más acuné a Clara en mis poemas, y con el tiempo la fui buscando como loco por todos lados.

Luego, me casé y la olvidé.

Pero, de pronto, en ese lugar del Caribe, en medio de la nada, apareció esa canción, y con ella, aquella escena del atardecer sin nocturnidad. Todas aquellas imágenes poéticas regresaron.

Cuando terminó la pieza, fumamos un poco de marihuana y bebimos una copita de brandy por los recuerdos. Ahí descubrí que la poesía nos persigue tanto como una dulce memoria; como la fragancia de todos los amaneceres juntos, que a veces olvidamos, son uno solo durante toda nuestra existencia.

Lima, Perú
Julio de 2007

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