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Con los abuelos del Barcia Boniffatti

Fue demasiado tarde cuando me lo dijeron: iría a dictarles un taller literario a un grupo de ancianos iletrados. ¿Cómo se come eso?

Un día, mi amiga María Elena, una antigua compañera de estudios de teatro me llamó para reunirnos. A ella la conocí en 1996, y asumí que el tiempo fuese un aumentativo de la confianza entre ambos, especialmente cuando ella me pidió que la asesorara respecto a unos libros que ella deseaba publicar, y cuando le supliqué que me ayudara con mis campañas de relaciones públicas.

Dicho y hecho, nos dedicamos a ayudarnos mutuamente con cariño y profesionalismo.

En esas ayudas fue que me instó a conocer a Gloria, directora de IEI 096 Emilia Barcia Boniffatti, y gestora del Patronato Luxma, además. Sin saber muy bien a qué atenerme, nos reunimos los tres a conversar muy animadamente, y de aquella reunión salí con el encargo muy voluntario de dictar talleres literarios para la tercera edad en esa zona tan necesitada.

Me dije a mí mismo que sería una excelente oportunidad de promocionarme, y la tomé.

Lo que no me dijeron fue que me tocaría un grupo de abuelos iletrados. Erre con erre, y ya no había de otra. ¿Y ahora, quién podrá defenderme?

Pero no fue tan mala la cosa. Fiel a mi espíritu de Jacques Cousteau combinado con Herodoto, asumí el reto de conversar con aquella junta tan multicultural. Ultimadamente, ¿no son acaso los ancianos aquellos quienes se supone son reverenciados por poseer importantes y valiosos conocimientos de nuestra sociedad?

Y así lo hice. Los primeros días me miraron con suspicacia. No, no era posible que un pituquito de quién sabe dónde, hablando en converso, pudiera ser de fiar. No, nada que ver, pues. Les preguntaba, y me respondían a secas, primero, luego algo burlones.

Mi idea era que me cuenten historias, y luego irlas grabando y recopilando para así sacarles un libro. Pero nadie cuenta sus cosas así como así, y menos a un advenedizo como el que escribe, que no me conocían ni en pelea de perros.

Fue así que empecé a contar cuentos yo primero. Me lancé con Edipo Rey, a ver qué picaba. Una abuelita venida de Ancash comentó al final que eso le pasa por no haber criado a su hijo, pues. Luego, les conté una versión resumida y muy mía de Cyrano de Bergerac. Jamás olvidaré la expresión en los rostros de aquellos ancianos, entre interés genuino y pena por lo que le pasó al pobre narizón.

En las siguientes sesiones, traje cuentos del Talmud, de China, de las Mil y Una Noches. Volaron alfombras mágicas, lámparas maravillosas, diamantes dentro de pescados, correrías en desiertos, ciudades antiquísimas y demás argucias de la fantasía universal.

Ahí fue que empezaron a soltarme sus propias vivencias, cuentos y relatos que poco a poco fuimos recopilando. Ya pasados el mes y medio, se convirtieron en mi grupo de muchachos, a quienes grababa historias de zorros, pumas, fantasmas, y canciones llenas de amores bucólicos, andinos y fragantes a romero, nocturnidad y leña.

A finales del año, logramos terminar de recopilar un libro, el cual le presenté a Gloria. Ella lo acogió gloriosamente entusiasta, y de ahí salió lo que sería un primer tomo, tan lleno de sabiduría, de alegrías y de reconocimiento.

Por mi parte, ese libro que publicamos Manú Pax Editores y el Patronato Luxma fue el comienzo de un descubrimiento y un renacer de la fe en la humanidad. Aquel antiguo proverbio que reza eso de dar para recibir me pareció muy certero. Di, sí; y lo que recibí a cambio fue mucho más de lo que jamás esperé.

No sólo fue la exposición a los medios, la auto-promoción y cien mil más sarabandas. Lo que recuperé fue la capacidad de maravillarme ante la vida, gracias a ocho abuelos, quienes gratuitamente se reunieron conmigo en el muy antiguo y celebrado rito de contarse relatos junto a un fuego imaginario.
Lima, Perú
Enero de 2011