Un viaje a Ate

Maju y yo hicimos un periplo cortísimo al distrito de Ate. Fue de noche. Sí, de noche.

Sucede que fuimos a ver a un reputado médico naturista cuyo consultorio queda ahí nomás. ¿Por qué visitamos a un naturópata? No lo sé. No me pregunten. No me acuerdo.

Lo que sí recuerdo fue la llegada, luego de un brevísimo viaje de veinte minutos en autobús público. Era en plena carretera central, llenecita de letrerazos de polladas bailables, conciertos de grupos folclóricos, ferreterías y locales que venden caldo de gallina.

Fue una experiencia a lo National Geographic.

Las calles eran semi-oscuras, por partes de tierra apisonada, por otras era de asfalto quebradizo, en donde andaban los inevitables mototaxistas. También estaban los puestitos de comida al paso, donde las condiciones de salud brillan siempre por su ausencia. Los alimentos cuestan; las enfermedades vienen gratis.

-¡Oye! Ahí venden cuatro cervezas a diez lucas-, exclamó una entusiasmada Maju.
-Ya sabemos adónde venir cuando estemos bajos de fondos.

Sí, a los bajos-fondos.

Claro que todo era en broma. Caminábamos por una terra incógnita donde nadie nos conocía, y donde éramos totalmente extraños. Se nos veía en la ropa. No, no éramos de allí. Ella con sus pantalones Fiorucci y yo con mi chaqueta Eddie Bauer.

-La próxima vez me das tiempo para cambiarme. ¿Sí?

Nosotros, al estar tan acostumbrados a irnos por Miraflores, San Isidro –yo por Condado, por Isla Verde, por Ponte Vedra, por San Marco-, Barranco, la Molina, el andar por esos lares nos pareció casi-casi como estar en una provincia.

Todo era tan improvisado, tan pobre, tan provisional, tan lleno de colorines chicha, que el miedo no se hizo de esperar.

-Todo esto para ir a ver a un naturista, ¿verdad?
-Ché, parece como si estuviésemos en una ciudad del sudeste de Asia.
-Vamos, que me da miedo. Tomémonos una gaseosa en alguna bodega.

Y nos sentamos en las mesas acostumbradas a la cerveza, y nos tomamos una Inka Kola bien comiéndonos un buen chancay de a veinte.

Teníamos una cita para las nueve de la noche, y eran las ocho y media. Nos pasamos la media hora bien sentaditos en la bodeguita, muertos de desconfianza y de frío, y contándonos chistes para pasar el rato. Hasta en la forma de hablar se notaba que éramos de otro lado. Así que hablamos bien bajito.

Mi primer recelo eran los grupos de hombres que se juntaban en las esquinas. Según los reportes que leía a diario, en esas zonas (como en todos los conos de la ciudad) suelen pulular los pandilleros, los delincuentes que asaltan a cargamontón.

Pero no pasó nada.

Terminamos nuestra bebida, pagamos y nos fuimos hacia nuestra británica puntualidad de llegar a la hora convenida al consultorio.

A la salida fue otro cantar. Estuvimos un poco más acostumbrados a la zona, y caminamos con mayor gracia y soltura hacia el paradero donde tomaríamos el bus que nos rescate de nuestra experiencia que ni el Travel Channel.

Anthony Bourdain era un chancay de a veinte a comparación de nosotros.

Lo más interesante de todo es aquella naturalidad con la que asumimos esa otra realidad, aquella tan provinciana de nuestra Lima. Logramos hallarle ese delicioso rastro de humor a lo cotidiano, y le perdimos el miedo a lo desconocido.

Me dieron una receta extrañísima que no pienso divulgar, y que debo seguir al pie de la letra por siete días. Pasado ese tiempo, nos tocará regresar.

Al menos sé que nos queda el consuelo de las cuatro cervezas a diez soles y el irnos acostumbrando a esa otra Lima, la horrible y tan verdadera hasta las lágrimas.


Lima, Perú
Junio de 2007

Libros y vinos

Entre tantas de mis pasiones, existen dos que son indefectibles: los libros y los vinos.

Es cierto que a las personas que les gusta salir a comprar, van por objetos en específico: ropa, accesorios, repuestos para carro, prostitutas, piezas para computadoras, et cétera. Hay otras que son compulsivas, y se van tan sólo por el gusto de ver en qué gastan su dinero.

Jamás he podido concebir eso, aunque debo admitir que cada vez que salgo de shopping, me voy directito a la sección de vinos, o a las librerías. Para mí es la mejor solución. En realidad, es a los únicos lugares adonde voy, casi compulsivo e ilusionado como niño.

-Linda, tú ve comprando. Yo me voy a ver libros-, le diré a la compañía femenina de turno.

Hay que admirar a aquellos sacrificados hombres que se soplan horas y horas de horas acompañando a su esposa, con la paciencia en ristre, mientras compran. Por eso, mi huida ya está bien planeada de antemano.

-Ah, y nos encontramos en el Chili’s dentro de dos horas. ¿Sale?

Perfecto.

Entonces, tengo dos horas de libertad para revisar las nuevas publicaciones, las portadas, los volúmenes, los autores de moda y a los tradicionales y entrañables mal conocidos. ¡Una nueva edición de Cisneros! ¡Qué horrible portada la que le hicieron a Eco! ¿Tan barata está esta colección de Proust? ¡Qué lindo –y qué caro- está este libro de fotografías de Cartier-Bresson!

Debo confesar –nuevamente-, que cada vez que voy a Borders, me meto al sistema busca-libros y me pongo a ver si aún tienen mi libro a la venta. Si, Intramuros Palachinke sigue disponible. Ése es el clímax de mi felicidad de a pie.

También están los libreros de viejo, y ahí sí que me zambullo como loco. En esas andanzas, recuerdo que conseguí un ejemplar único del Promethee Mal Enchainé de André Gide, pero publicado por Editions Gallimard, allá por 1937. Es una pieza única, y que me costó tres dólares, y escaparme casi corriendo antes de que se dieran cuenta de su error. Otra joyita: un tomo de literatura francesa a cuatro dólares con los tres libros de Tartarín de Tarascón del bueno de Daudet.
Hermoso hallazgo.

No obstante, me gusta mucho caer en las boutiques de vinos. Los grottos, como le dicen allá en los Estados Unidos. Si tengo suerte, también hallaré habanos de primer orden, y mi felicidad no conocerá límites.

Por tradición, en mi familia somos bastante iberófilos. Por ende, me dirijo siempre a la sección de vinos españoles. Deliro por los tempranillos de Ribera del Duero, o los Riojas bien plantados. Una vez saciada mi curiosidad, mis ojos divagan por las bodegas francesas, las californianas, las chilenas, las argentinas… y después entramos en la oscura tierra de los vinos del resto del mundo.

Sudáfrica tiene unos excelentes Riesling, como bien se sabe. La otra vez conseguí un Sauvignon Blanc sudafricano, y no me defraudó. Ver los vinos de lugares exóticos siempre es una grata sorpresa. Syrah de Australia, Riesling de Oregon, Tokaji Bulgaria y Pinot Noir de Rumania… ¡Uhm! Es difícil elegir.

Pero, siempre termino optando por dos, o tres botellas distintas, y salgo feliz para agregarlos a mi colección; tal cual hice en Jacksonville, donde tuve la más variada cava de mi vida.

Cuando pasaron las dos horas, nos encontramos con la acompañante femenina.

-¿Qué compraste?
-Yo, dos pares de zapatos, una blusa y un par de sostenes que estaban en oferta. ¿Y tú?
-Acá tengo una increíble edición de Unamuno, y un libro de fotos bien baratito; también nos conseguí un Malbeccito argentino fenomenal, y un Pinot Noir que me encantaría probáramos esta noche.

…y aunque no haya una mujer a quien contarle nuestros hallazgos –como suele suceder-, existe aquella exquisita e invariable satisfacción de salirnos con la nuestra en un día de shopping.


Lima, Perú
Junio de 2007