¡Ah, el taxi!

No me acordaba que tomar un taxi en Lima era todo un ritual. La ley de Murphy se aplica muy bien acá: cuando más se necesita un vehículo, más difícil es éste de conseguir. Lo inverso sucede cuando no nos hacen falta: llegan taxistas por todos lados. Ahí –digamos- empieza y termina aquella cuestión de verdad universal.

Una vez llegado el mentado taxi, el diálogo es el siguiente.
-Amigo, una carrera hasta el parque central de Miraflores.
-Ya pues. Diez luquitas.
-No pues tío. ¡No seas malo! Si yo siempre pago siete soles de acá para allá.
-Ya pues, nueve lucas.
-Ocho.
-Ya, vamos.

Como se verá, la tarifa del taxi en Perú es negociable. Es una gran ventaja, ya que sabremos cuánto pagar, y nos ahorramos de molestias. Pero, también está aquella cuestión de que si el taxista no quiere ir hacia donde vamos, nos lo dirá muy cortésmente, y se irá de largo.

En nuestros días, cualquier carro que se ponga un letrero de taxista es un taxi. Aquello hace que muchos delincuentes se disfracen para asaltar incautos. Por ello, se ha ido ejercitando cierta sicología del pasajero que más raya en paranoia. Antes de tomar un taxi, se debe ver si el conductor es joven o mayor, que si tiene algún logotipo de compañía, y demás et céteras.

También existen rangos en el tipo de carro. Si éste es un compacto coreano estilo Tico, por ejemplo, suele ser mucho más barato en comparación a un sedán normal. Asimismo, el peligro de morir es proporcional al precio. Como estos carros no tienen chasis, pues la jugada pudiera salir bastante cara.

¡… y yo no recordaba de nada de ello cuando regresé a Lima!

En mi primera taxeada no supe negociar el precio. Es más, ni siquiera dije ni sí ni no.
-Ya tío, vamos.

Pero, con el tiempo, los animales de costumbre que somos nos vamos amoldando.

Ahí redescubrí, también, que los taxistas de acá son quizá los mejores conversacionalistas que existen en el mundo. Debido al desempleo, hay muchos abogados, físicos-químicos, y demás profesionales que se han dado a la tarea ingrata de taxear. Ellos forman parte de esta fauna limeña tan colorida.

Lo lindo es cuando entramos en una de aquellas conversaciones en que comparamos los paralelos entre la primera y segunda guerra mundial –por ejemplo-, y llegamos a conclusiones recontra eruditas. Tomar un taxi en Lima es la aventura de llenarse el alma de vivencias variopintas. En aquellas conversaciones inenarrables nos conocemos un poco más, definitivamente.

Pagamos el precio acordado, y ganamos más de lo que hemos gastado. Es un negocio razonable.


Lima, Perú
Abril de 2007

Aquella música a la cual siempre volvemos

Alguna vez mencioné casi a modo de confesión que soy muy afecto a la música. Me gustan de todos tipos, y cada una me retrotrae a ciertas etapas de mi vida.

Jamás podré olvidar esas maravillosas baladas en jazz de los Rippingtons. Fueron los últimos años de la década del 90. También recuerdo con alegría aquellas fuertes canciones del alternativo de mi adolescencia. Nirvana, Sound Garden, Pearl Jam (algunos juraban que se escribía pro-jam, no sé por qué), Smashing Pumpkins, Green Day, Toad the Wet Sprocket, entre tantos, hacían de mis salidas una felicidad recontra amarga.

Como escribió el genial Gabo: algo mejor que escuchar música es hablar de música.

Recuerdo que, durante los años antes de irme de Lima, nos juntábamos algunos fieles musicófilos en un barcito para escuchar música variada y comentarla. No sé cómo nos las ingeniábamos para convencer al dueño de prestarnos su consola de CD. No obstante, ahí andábamos. Comentábamos a Pink Floyd. Concordábamos muy acertadamente que Yanni tenía una fijación con Chopin, por más Di Blasio que se pareciera el griego ése. Me decían que los Rippingtons eran una mierda, y los mandaba al Caribe. Muy de tarde, nos despedíamos con John MacLaughlin, tan malditos en lo sublime de una noche en la cual ya pasaron el Gato Barbieri, Ella Fitzgerald, Patato y tantos otros.

Cuando me fui de Lima, me llevé toditos mis CDs más importantes en mi maletín de mano.

Durante mis viajes fui ganando más música, y perdiendo más raíces… hasta regresar convertido en algo así como un tipo variopinto al que le gusta el jazz, escucha tangos, y se baja álbumes enteritos de bossa nova en mp3.

Sin embargo, cuando llegué a Lima, me di con un enorme misterio. Algo debió haber pasado en los seis años que estuve fuera, porque por todos lados me la he pasado escuchando música de los 80s y 90s.

Está bien. Regresé para reencontrarme con la ciudad que dejé. Pasó el tiempo, y los cambios que vi en la urbe fueron lógicos. En cuestión de música, por el contrario, pareciera como si una máquina del tiempo atroz se hubiese malogrado y desparramado tonadas por media ciudad.

Por momentos escucho canciones muy oscuras de Indochina de los 80s; en otros pasan partes alternativas de Pearl Jam, por ejemplo. Así me la paso. En el taxi se oye a Roxette, en el café a Snap, a los Prisioneros en una oficina, a Joan Morrison y a New Order uno detrás del otro. Es decir. En un pan con pescado tipo todo-tiempo-pasado-fue-mejor, nos hacen creer con la música que veinte años no es nada.

Siempre regresamos a aquellas canciones que se nos hicieron entrañables. No obstante, sigo preguntándome qué rayos habrá pasado durante mi ausencia, en que el tiempo pareciera haberse mantenido estancado en casi todas las estaciones de radio de Lima.


Lima, Perú
Abril de 2007

Death by cebiche

Todos los jueves al mediodía me voy a una cebichería en la avenida Rosa Toro. Se ha vuelto una costumbre en mí, y ya me conocen las meseras bastante bien. Saben que me comeré un gran plato de cebiche acompañado de una cerveza.

Durante los años que estuve lejos de Perú, ansiaba el momento en que podría comer de nuevo tan suculentos platillos. En mi particular gusto, los cebiches forman una parte primordial de mi dieta. Quienes me conocen saben acerca de mi proselitismo cebichero. Recuerdo claramente las veces en que hice probar este delicioso platillo por primera vez a tantos amigos.

A falta de productos de mi tierra, la necesidad fue la madre de la inventiva. Por tal razón logré ingeniármelas para hacer un excelente tiradito de salmón bien acompañado de su sauvignon blanc. Escuchar tangos de Piazzolla mientras almorzaba era la metáfora de la felicidad para mí.

No obstante, ahora que estoy de regreso en mi país, qué hermoso es devorarse un increíble cebiche de conchas negras, de pulpa de erizo, de pescado, mixto… Es decir, de todas sus inenarrables variantes. Voy siempre solo, y como buen degustador, saboreo cada bocado lentamente. Lavo todo aquel sabor en el paladar con un sorbo de cerveza helada, y mi felicidad limeña canta los valses criollos que me ponen en el equipo de sonido.

Están ahí todos los ingredientes esenciales: el choclo, el camote, la humedad de Lima, la música, las servilletas mal dobladas, la cebolla, el rocoto, la deliciosa decoración de yuyo (alga marina) y la hermosa nostalgia que es tan sólo el momento actual.

Pero, hay algo que me ha ido pasando con el tiempo. Debido a que perdí la costumbre de comer mariscos frescos y peruanos, a la media hora de haber terminado mi almuerzo siento una presión parecida a la sinusitis, y por momentos me falta el aire. No creo que sea una reacción alérgica… o sí. Jamás tuve esta sensación. Mi única manera de luchar contra ello es seguirme saturando de pescados, mariscos, cerveza y felicidad cada jueves, y ver si en esas no me muero.

El maldito y sublime Nietzche escribió que lo que no me mata, me hace más fuerte. Lo mismo pudo haberlo escrito una cucaracha. Las pocas que sobreviven al veneno, tendrán crías que serán inmnunes a él.

Si sigo comiendo así, estoy casi seguro de que ya no sentiré nada malo.

Por lo pronto, mi felicidad de limeño que quiere recuperar el tiempo perdido se nutre de sabores así; de empanzadas y bebidas de cuando intuimos que no nos quedan muchos meses, y que lo comido, bailado y libado no nos lo quita nadie. Aunque nos mate.


Lima, Perú
Abril de 2007

El comienzo lógico de un blog

Todo empieza con una inquietud.

Nos pica aquel duendecillo interno, aquel que nos dicta que tenemos algo qué contar. Algunos no sabemos a qué atribuirlo, y le llamamos -ingenuamente- inspiración. Para otros, es algo casi obligado escribirlo. Hay quienes se quedan con aquel pequeño desasosiego durante años, hasta que leen un escrito, y dirán: "diablos, es exactamente como lo sentí."

Así es.

Nos nace esa pequeña e inefable ansia de escribir algo, casi como una necesidad. El exiliado, aquel que opta por irse por su propia cuenta (exilado es aquel deportado, expulsado, et cétera) ya de por sí cuenta con una historia que se va escribiendo con el pasar de los días. Es el relato de cada uno que no está en su país.

Yo acabo de regresar al mío. Volví a aquella hermosa y horrible Lima de la cual tanto escribí en mis Crónicas del exilio (Seattle, 2003-2006). Sin embargo, es como si jamás hubiese dejado de viajar. Sigo siendo el viajero, y la Lima que yo dejé ya no es más.

Es un tanto triste pensarlo de esta manera, y por ello he inaugurado este blog. Es el comienzo lógico para alguien que tuvo una columna que tampoco existe. Se la dedico a mis fieles lectores, mis grandes amigos de Perú, de Puerto Rico, de Seattle, de Portland, y de tantos otros lugares del mundo.

Gracias por acompañarme. Ahora, les toca aguantarme un poco más. ¡Salut!


Lima, Perú
Abril de 2007